Continuamos con las reflexiones de San Pedro Julián Eymard.
Todo el secreto de la vida religiosa y aun de la vida cristiana radica en una santa mortificación, integrada, antes que todo, por el cumplimiento del deber. Es como la raíz del árbol, la savia de las virtudes y del verdadero amor de Dios.
Sin mortificación no hay virtud.
Es un principio básico: sin mortificación no hay virtud, sin espíritu de mortificación no hay progreso posible. No hay vida espiritual sin muerte. Para convertirse en carbón ardiente debe perder el leño todos sus elementos extraños.
No; sin mortificación nunca surgirán verdaderos hombres religiosos.
Todas esas piedades bonitas, sentimentales, con alegrías y gozos, son como los viajes en un magnífico tren. No creo ni confío en ellas. Hay que formar hombres de virtud, es decir, hombres de sacrificio, ya que nuestro Señor ha puesto como base de la perfección evangélica el Abneget semetipsum (negarse a sí mismo).
Los que se encariñan con su libertad, sus gustos, su salud y sus privilegios no son los discípulos del abneget, sino de su amor propio.
Cómo se alcanza el amor de Dios
Si no puede existir verdadera virtud sin mortificación, mucho menos puede haber amor de Dios sin ella: la renuncia a sí mismo es la condición esencial, fundamental para amar a Dios. Se alcanza el amor de Dios por el sacrificio generoso del corazón y de la voluntad; se progresa en el mismo por la suave renuncia a la vida y por una total y continua dependencia a su voluntad siempre tan amable. Nuestro Señor quiere reinar en nosotros por esta continua esclavitud de renuncia, y quiere que la piedad, las virtudes y el amor de ustedes, estén revestidos de este carácter universal.
Bendíganle por haberles deparado esta vía tan deliciosa que les acorta el camino del desierto y encierra en sí menores peligros. Dios es y debe ser el sol de cada día: todos los días reluce para ustedes, aunque no de la misma manera. Amen siempre a este sol de justicia y de amor, ya sea que brille radiante, o cuando se les aparezca envuelto en los ardores del estío, o en medio de la débil palidez del invierno helado: es siempre el mismo sol.
No vivan de almas pobres, de pobres directores o de libros e imágenes pobres, y ni aun de las más bellas melodías: todo esto se agota pronto.
Vivan de nuestro Señor, en nuestro Señor y para nuestro Señor. “El que mora en mí y yo en él hará grandes cosas”. Permanezcan en nuestro Señor. Pero ¿cómo lo alcanzaremos?, me dirán. Despojándose de ustedes mismos.
Amen intensamente al divino maestro; sufran por Él con amor, trabajen por adquirir la abnegación heroica de sus voluntades, persuadidos de que cuanto se hace con una silenciosa abnegación es infinitamente más agradable a Dios que cualquiera otra acción aparentemente más perfecta.
Recuerden siempre que las mayores gracias de nuestro Señor, en orden a la santificación de un alma, están vinculadas a las ocasiones de abnegación de nuestra voluntad por la de Dios o la del prójimo; y cuando podéis decir: Me he renunciado a mí mismo, nuestro Señor les dice: “Hijo, has realizado un acto de amor perfecto”.
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Jesús, en Vos confío