“El Padre corta todos mis sarmientos que no dan fruto; al que da
fruto, lo poda para que dé más todavía” (cfr. Jn 15, 2)
23 – En mi alma empezó a oscurecer. No sentía ningún consuelo en la oración, la meditación venía con gran esfuerzo, el miedo empezó a apoderarse de mí. […] En mi interior lo único que vi fue una gran miseria. Vi también claramente la gran santidad de Dios, no me atrevía a levantar los ojos hacia El, pero me postré como polvo a sus pies y mendigué su Misericordia. Pasaron casi seis meses y el estado de mi alma no cambió nada […]. Este sufrimiento aumentaba cada vez más y más […]. Cuando pensaba que debía hacer los votos, mi alma se estremecía. No entendía lo que leía, no podía meditar. Me parecía que mi oración no agradaba a Dios. Cuando me acercaba a los santos sacramentos me parecía que ofendía aún más a Dios. Sin embargo, el confesor no me permitió omitir ni una sola Santa Comunión. Dios actuaba en mi alma de modo singular. No entendía absolutamente nada de lo que me decía el confesor. Las sencillas verdades de la fe se hacían incomprensibles, mi alma sufría sin poder encontrar satisfacción en alguna parte. Hubo un momento en que me vino una fuerte idea de que era rechazada por Dios. Esta terrible idea atravesó mi alma por completo. En este sufrimiento mi alma empezó a agonizar. Quería morir pero no podía. Me vino la idea de ¿a qué pretender las virtudes? ¿Para qué mortificarme si todo es desagradable a Dios? Al decirlo a la madre maestra, recibí la siguiente respuesta: Debe saber, hermana, que Dios la destina para una gran santidad. Es una señal que Dios la quiere tener en el Cielo, muy cerca de Sí mismo. Hermana, confíe mucho en el Señor Jesús
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Jesús, en Vos confío