Antes suplicamos que la propiciación sea aceptada en nombre del mundo entero. Conseguida aquella pedimos que descienda ahora la misericordia sobre todos, creyentes o incrédulos.
La expresión que ahora nos toca analizar dista, en varios elementos, de aquella “y los del mundo entero” por quienes ofrecimos propiciación.
Recordemos bien, en la oración inicial de cada decena (Padre Eterno…), nos hemos elevado hacia Dios ofreciéndole la Pasión de su Hijo para que sea aceptada en nombre de todo el mundo y no solamente de nosotros. Esto es, hemos rezado en una dimensión ascendente.
Conscientes y confiados de que Dios Padre acepta la inmolación de su Hijo como propiciación, entonces, y solo entonces, podemos pedir misericordia para nosotros y el mundo entero.
Si no hubiéramos ofrecido propiciación por todo el mundo, tampoco podríamos haber pedido misericordia para ellos. Perdón, más bien debo decir: si Jesucristo no se hubiera ofrecido como propiciación por todo el mundo, no tendríamos nada que decir en favor de los que no creen o no aceptan a Dios. No habría modo de que Dios se apiadara de sus pecados e iniquidades.
¿Qué estamos pidiendo?
Algo importantísimo y que nunca debemos olvidar al rezar la Coronilla es que estamos pidiendo misericordia. ¡Misericordia! Le estamos rogando que se apiade de nosotros, que se compadezca, pero, ¿de qué? De nuestros pecados.
Lo primero que hacemos cuando iniciamos cualquier oración es pedir perdón. ¿Cómo tratar con Dios sin pedirle perdón de las faltas con que lo hemos ofendido minutos antes?
Por eso iniciamos toda oración con el “Pésame” o algún otro acto de contrición y luego nos atrevemos a hablarle confiadamente.
Pedir misericordia es suplicarle que se apiade de nuestra debilidad y no tenga en cuenta nuestros pecados. El Señor es misericordioso porque no nos trata según nuestros pecados. Pedimos perdón para que siga siendo misericordioso.
Por otro lado, sería una burla pedirle algo sabiendo que lo hemos ofendido. Si no le pidiéramos perdón (quizás a cada momento) estaríamos abusando de su amor. Asimismo, el Salmo 142 (1-2), suplica “No llames a juicio a tu siervo, pues ningún hombre vivo es inocente frente a ti”. Si ninguno es inocente ante Dios, ¡¿cómo no pedir misericordia?!
Recordemos que hemos invocado la dolorosa Pasión de su Hijo, no es para pedir cosas superfluas sino solo aquello que nos acerque más a El, que no nos haga pecar, que no nos aleje de El.
Otra santa consecuencia
Si suplicamos misericordia, y la primera es compasión, perdón para nuestros pecados, ¿los reconocemos y no nos confesamos?… Si pedimos misericordia para el mundo entero, ¿no debemos motivar todos los hombres, llevarlos al arrepentimiento, a la conversión, a reconciliarse con Dios? ¿No debería preocuparnos que no estén recibiendo la verdadera misericordia de Dios? ¿No estamos dejando de lado esa gran Fuente de Misericordia que es el rayo pálido recordado en la Sagrada Imagen?
Concluyo este aspecto recordando la frase del Rev. prof. Ignacio Rozycki, que bien podría haber encabezado esta primera parte pero quise que la coronara: “Glorificar la Misericordia es pedir perdón de nuestros pecados”. Es decir, que incluso para dar gloria al Dios Misericordioso, humildemente nos gozamos en pedirle perdón, en darle la alegría de derramar su Misericordia sobre nuestras almas. Como le dijo el mismo Jesús a santa Faustina en el diálogo con las almas, ante las
continuas tentaciones y debilidades: “[…] no debes desanimarte, sino venir a Mi para pedir perdón, porque Yo estoy siempre dispuesto a perdonarte. Cada vez que Me lo pides, glorificas mi Misericordia” (D-1488). Esta sola realidad debería hacernos ansiar pedir siempre primero perdón a cada momento y luego cualquier otra necesidad.
Pedimos misericordia, no justicia
Por otro lado, al suplicar misericordia estamos reconociéndole a Dios que todo lo recibimos por su largueza y compasión, no por nuestros méritos. Tengamos muchísimo cuidado con esto. Si no nosotros suplicáramos en retribución a nuestros méritos, a nuestra buena conducta, por nuestros sacrificios y trabajos realizados, estaríamos pidiéndole al Señor que nos trate con justicia, que nos dé lo que nos corresponde a nuestra bondad…
¡sería una terrible desgracia, Dios nos libre de tal oración! Por eso, el salmo 142 antes citado dice: “No llames a juicio a tu siervo, pues ningún hombre vivo es inocente frente a ti”. Y es por eso que el salmo 102, llamado Himno a la Misericordia de Dios, dice: “no nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas”.
Es sobremanera importante grabar en nuestras almas que todo, absolutamente todos los bienes son dones de su Misericordia.
Dios no nos debe nada, no tiene obligación de darnos nada, solo lo hace por Misericordia. Así nos lo recordó el Señor: “Has de saber, hija mía, que entre Yo y tú hay un abismo sin fondo que separa al Creador de la criatura, pero mi Misericordia nivela este abismo. Te elevo hasta Mí no por necesitarte, sino únicamente por misericordia te ofrezco la gracia de la unión” (D-1576).
“Mis entrañas están colmadas de Misericordia que está derramada sobre todo lo que he creado” (D-1784).
Pedimos que nos trate misericordia no porque seamos humildes sino porque lo necesitamos. Ahora bien, reconocer que somos necesitados de misericordia y que nuestros méritos son pequeñísimos, o a veces nulos, debe llevarnos a ser humildes.
Dicho de otra manera, le estamos diciendo: “Señor, danos por tu misericordia porque no lo merecemos ni podremos merecerlo
nunca”. Por eso recibiremos caudales, porque no depende de nosotros sino de su infinito Amor. Esto es muy consolador.
A la vez, debemos aprender y tener siempre presente que recibimos de Su Misericordia no porque sea un hermoso sentimiento en Dios, sino por los méritos de la Pasión de Cristo, que nos abrió el océano de la Misericordia Divina.
Y esto no solo para los que viven en pecado sino para todos (más o menos buenos) y también para los que tienden a la santidad: todos necesitamos de su Misericordia. Así insistía el Señor: “tanto el pecador como el justo necesitan mi Misericordia. La conversión y la perseverancia son las gracias de mi Misericordia. Que las almas que tienden a la perfección adoren especialmente mi Misericordia, porque la abundancia de gracias que les concedo proviene de mi Misericordia” (1577-78).
De todo el mundo
Nunca pedimos para nosotros solos o para quienes merezcamos dignos de misericordia sino para el mundo entero, como lo indicó el Señor. Porque es su anhelo derramar su Misericordia sobre todas las almas humanas (D-50, 173, 1190, 1074). Es decir, todo hombre, de la religión que sea o aunque sea incrédulo o ateo.
Afirmamos que todo el mundo necesita de la Misericordia de Dios, de Cristo, aunque no la pida ni reconozca esta necesidad. Y si reconocemos que necesitan misericordia es porque no se salvan por su buena voluntad o buenos deseos. Si bien Dios mismo, por su misericordia, suscita en ellos buenos deseos que los atraigan hacia El. Pero necesitan la Misericordia de Dios para que esos supuestos buenos deseos y buena voluntad no muera en su esterilidad.
Como dijimos arriba, pedimos para ellos: primero el perdón de sus pecados, y luego todo otro bien que sea necesario mientras no los aleje del camino hacia Dios. No buscamos una misericordia carnal sino la verdadera, importante y urgente, ya sea para nosotros mismo como para el mundo entero. No pedimos que “paren de sufrir” sino que sean perdonados y puedan gozar del amor de Dios que quiere llenar con todos los bienes posibles a los hombres: “Mi Misericordia actúa en todos los corazones que le abren su puerta”, “Cuanto más confíe un alma, tanto más recibirá… Me alegro de que pidan mucho, porque mi deseo es dar mucho, muchísimo. Me pongo triste, en cambio, si las almas piden poco, estrechan sus corazones (D-1577-78).
También por cualquier intención Pedimos misericordia por los males y las necesidades que vemos en el mundo y por lo que no vemos. De hecho, si el Señor se aparece y nos manda suplicar misericordia por el mundo es porque realmente el mundo lo necesita y mucho más de lo que imaginamos.
Jesús no quiere castigar sino perdonar, pero el mundo está despreciando este perdón.
Por ello, al pedir misericordia, rezando la Coronilla, el Señor otorgó el don de:
1º – Aplacar la Ira Divina.
2º – Conseguir el perdón para los agonizantes y una buena muerte.
3º – Obtener las gracias y bienes de cualquier tipo de necesidad. Estas promesas particulares y generales las desarrollaremos en otras ediciones.
Pbro. Germán Saksonoff, C.O.
Miembro de la Academia Internacional de la Divina Misericordia