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En la Comunión recibimos el Pan de Vida

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A través de la Eucaristía Jesús nos comunica su gracia, que no es otra cosa sino Dios en nosotros. Los dones que nos regala en Ella.

La recepción de Jesucristo sacramentado bajo las especies de pan y vino en la sagrada Comunión significa y verifica el alimento espiritual del alma. Y así, en cuanto que en ella se da la gracia invisible bajo especies visibles, guarda razón de sacramento. Jesús al instituir la Eucaristía le confiere intrinsecamente el valor sacramental pues a través de ella Él nos transmite su gracia, su presencia viva. Por ello, la Eucaristía es el más importante de los sacramentos, de donde salen y hacia el que van todos los demás, centro de la vida litúrgica, expresión y alimento de la comunión cristiana.

Sacramento de Unidad

Al referirnos a la Eucaristía como Comunión, estamos proclamando nuestra unión entre todos los cristianos y nuestra adhesión a la Iglesia con Jesús.
Por ello, la Eucaristía es un sacramento de unidad de la Iglesia, y su celebración sólo es posible donde hay una comunidad de creyentes.

Sacramento del amor fraterno

La misma noche que Jesús instituyó la Eucaristía, instituyó el mandamiento del amor. Por lo tanto, la Eucaristía y el amor a los demás tienen que ir siempre juntos. Jesús instituye la Eucaristía como prueba de su inmenso amor por nosotros y pide a los que vamos a participar en ella, que nos amemos como El nos amó. Y, en este sentido, la Eucaristía tiene que estar necesariamente antecedida por el sacramento de la Reconciliación pues el recibir el “alimento de vida eterna” exige una reconciliación constante con los hermanos y con Dios Padre.

El misterio eucarístico, desgajado de su propia naturaleza sacrificial y sacramental, deja simplemente de ser tal. No admite ninguna imitación «profana», que se convertiría muy fácilmente (si no incluso como norma) en una profanación.
Esto hay que recordarlo siempre, y quizá sobre todo en nuestro tiempo en el que observamos una tendencia a borrar la distinción entre sacrum y profanum, dada la difundida tendencia general (al menos en algunos lugares) a la desacralización de todo.
En tal realidad la Iglesia tiene el deber particular de asegurar y corroborar el sacrum de la Eucaristía. En nuestra sociedad pluralista, y a veces también deliberadamente secularizada, la fe viva de la comunidad cristiana -fe consciente incluso de los propios derechos con respecto a todos aquellos que no comparten la misma fe- garantiza a este «sacrum» el derecho de ciudadanía. El deber de respetar la fe de cada uno es al mismo tiempo correlativa al derecho natural y civil de la libertad de conciencia y de religión.
Los ministros de la Eucaristía deben por tanto, sobre todo en nuestros días, ser iluminados por la plenitud de esta fe viva, y a la luz de ella deben comprender y cumplir todo lo que forma parte de su ministerio sacerdotal, por voluntad de Cristo y de su Iglesia.

Los frutos eucarísticos

Al recibir la Eucaristía, nos adherimos íntimamente con Cristo Jesús, quien nos transmite su gracia. La comunión nos separa del pecado, es este el gran misterio de la redención, pues su Cuerpo y su Sangre son derramados para el perdón de los pecados. La Eucaristía fortalece la caridad, que en la vida cotidiana tiende a debilitarse; y esta caridad vivificada borra los pecados veniales.
La Eucaristía nos preserva de futuros pecados mortales, pues cuanto más participamos en la vida de Cristo y más progresamos en su amistad, tanto más difícil se nos hará romper nuestro vínculo de amor con El.
La Eucaristía es el sacramento de la Unidad, pues quienes reciben el Cuerpo de Cristo se unen entre sí en un solo cuerpo: La Iglesia. La comunión renueva, fortifica, profundiza esta incorporación a la Iglesia realizada ya por el Bautismo.
La Eucaristía nos compromete a favor de los pobres; pues el recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo que son la Caridad misma nos hace caritativos. (Aciprensa).

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