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Adoradores: «¿Qué es la misa (XXXIV)?»

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Y así como los contemporáneos de Juan el Bautista veían en Jesús a un simple hombre, y no al Cordero de Dios, otras confesiones distintas a la Iglesia Católica ven a la Eucaristía como un poco de pan bendecido en el altar, pero de ninguna manera ven la Presencia real de Dios Hijo en la Hostia consagrada, al Cordero de Dios.

Como la Iglesia, como Juan el Bautista, iluminado por el Espíritu Santo, el bautizado en el mundo debe decir de la Eucaristía: “Este el Cordero de Dios, y no un simple pan bendecido”.
Pero hay otro pasaje evangélico que también puede ser aplicado a esta parte de la misa, y es el episodio en donde Jesús multiplica panes y peces, la multitud queda saciada, y los discípulos de Jesús recogen lo que sobra en canastos (cf. Mc 6, 34 44).
Es importante este pasaje para aplicarlo en la misa, porque podemos hacer una analogía: así como Jesús multiplicó panes y peces, así la Iglesia, a través del sacerdocio ministerial, multiplica la presencia sacramental.
Veamos cómo podemos hacer la analogía. En el milagro del Evangelio, Jesús multiplica la materia que constituye los panes y los peces, y lo puede hacer puesto que es Dios y hombre al mismo tiempo. Jesús, como Hombre-Dios, como Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios, tiene el poder no sólo de multiplicar sino de crear la materia, lo cual implica un poder mucho más grande. El milagro no parece conmover a la multitud, o bien la multitud, acuciada por el hambre, no da mayor trascendencia al milagro, ya que quieren nombrarlo rey no por el poder demostrado en la multiplicación de la materia de los panes y de los peces, sino porque les ha saciado el hambre. Para ellos, Jesús y sus milagros son solo funcionales a sus necesidades; buscan a Jesús por lo que les da, y no por lo que es. Muchos, en el trato interpersonal con el prójimo, o en la relación con Dios, se comportan de la misma manera: buscan en el otro —sea el prójimo o Dios— una relación de beneficencia, una relación de utilidad: tanto me es útil, tanto me acerco al prójimo o a Dios. Es el criterio del mundo, un criterio mundano de utilitarismo introducido en lo más humano que tiene el humano, y es la comunión interpersonal. Se reemplaza el amor de amistad por la utilidad, por la eficacia, la eficiencia, el utilitarismo y el uso de Dios y del prójimo por lo que el prójimo y Dios puedan darme.
Más allá de la errónea interpretación que la multitud hace del milagro, éste tiene un significado que ni siquiera puede ser sospechado: es el preámbulo de la multiplicación sacramental de Jesús como Pan de vida eterna y como Cordero del sacrificio.
El episodio de la multiplicación de los panes y de los peces es simbólico de una realidad ultraterrena: luego del misterio pascual de Jesús, luego de su muerte, Resurrección y Ascensión a los cielos, habrá alguien que continuará ya no este milagro de la multiplicación de los panes y de los peces, sino que hará un milagro inmensamente mayor.
Ese alguien es la Iglesia Católica, y el milagro inmensamente mayor que hará continuando el milagro de Jesús es el milagro de la multiplicación, no de panes y peces, sino del Pan de vida eterna y de la Carne del Cordero, que son la Presencia del Señor resucitado.
La multitud interpreta erróneamente, en un sentido materialista, funcional y utilitarista, el milagro de Jesús de multiplicar panes y peces. Los errores del pasado deben servir para reflexionar sobre ellos y no volver a cometerlos, es decir, deben servir para que veamos el signo que Jesús hace en cada Misa, multiplicar su presencia sacramental, pero no para darnos lo que queremos, sino para hacer de cada alma su morada.
[…] que quita el pecado del mundo. […]
Esta expresión del sacerdote nos recuerda a la parábola del hijo pródigo, en quien estamos representados, puesto que allí también, como en la santa misa, se invita a un banquete en donde se sirve cordero asado. Meditemos entonces en esta parábola, para tratar de aprovechar más esta parte de la misa, tratando de encontrar el sentido espiritual por medio de analogías.
El Evangelio dice: “El padre se conmovió, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo cubrió de besos” (cf. Lc 15, 11-32). Se trata de la recepción festiva, por parte del padre, de un hijo pródigo, que regresa arrepentido a la casa paterna, luego de haber dilapidado su fortuna.
La parábola del hijo pródigo revela el verdadero rostro del cristianismo: la misericordia infinita del corazón de Dios Padre para con la humanidad.
¿De qué manera podemos asociar esta parábola con la santa misa? Haciendo una analogía con los personajes y las acciones de la parábola: el hijo pródigo representa a la humanidad caída en el pecado original; el padre de la parábola, a Dios Padre, que perdona a la humanidad; la fiesta, con el cordero cebado asado en el fuego para ce lebrar el retorno del hijo pródigo, representa la alegría de Dios Padre por la consumación del sacrificio de Jesús, Cordero de Dios, cuya carne santísima es inmolada en la Cruz por el fuego del Espíritu Santo.
Teniendo en cuenta esta representación simbólica, analicemos con un poco más de detalle la parábola.
El hijo pródigo, que retorna a la casa del padre, es una imagen del alma humana que, arrepentida, decide confesar su falta, pedir perdón a Dios por la ofensa cometida.
El hijo decide pedir perdón y regresar como un esclavo, ya que se siente indigno de ser hijo de un padre tan bondadoso. Pero la misericordia divina, la ternura infinita del amor substancial de Dios supera todo lo que humanamente podamos imaginarnos, y así, en vez de tratarlo como un desposeído —es decir, como un siervo, en el sentido de que el siervo a diferencia del patrón, no posee bienes—, en vez de considerarlo como lo que realmente es, un desposeído, porque se gastó su fortuna, el Padre se conmueve de alegría, lo estrecha entre sus brazos, le pone anillo y sandalias, signos de su filiación, porque un siervo no usa el anillo del Padre ni sandalias, y organiza un banquete, una fiesta. Es decir, la misericordia del Padre es infinita, es tan inmensamente rica, que no le hace notar a su hijo los bienes que ha perdido, sino que le concede nuevos bienes, entre ellos, una nueva filiación, más alta y digna que la anterior, porque ha sido dignificada por la Misericordia y el Amor del Padre.
Es la imagen de lo que sucede en el Bautismo, en donde al alma no sólo se le perdona el pecado original, sino que se le estampa la imagen del Hijo de Dios, presente en Persona en el alma en gracia, no sólo perdona y quita sus pecados, sino que le comunica de su filiación divina, haciéndola hija de Dios. Así es como el alma es elevada a la dignidad de hija de Dios, dignidad que antes del pecado original no poseía.
Si el hijo pródigo es el alma humana arrepentida, el padre de la parábola es entonces Dios, quien en vez de castigarnos como lo merecíamos, no sólo no nos reprocha nuestra mala conducta, sino que se alegra por nuestro retorno, abre sus brazos, que son los brazos de Cristo en la cruz, para recibirnos, y manda a preparar una fiesta, un banquete, para celebrar el regreso del alma arrepentida.
Pero a diferencia del padre de la parábola, Dios no manda a sacrificar un ternero, sino a su propio Hijo, al Hijo suyo Unigénito, Cristo, el Cordero Pascual.
Para celebrar el retorno del alma a su seno, el Padre dispone en su eternidad la encarnación y el sacrificio de su Hijo, el Verdadero Cordero, el Cordero Manso y Humilde de la Pascua nueva y eterna. El Padre dispone que su Verbo, su Palabra, se haga carne, y que esa carne sea inmolada en el altar de la Cruz y en la cruz del altar como sacrificio perfecto.
Cristo es el Cordero de Dios, el Cordero Pascual; así fue prefigurado en la salida de Egipto, cuando los israelitas fueron protegidos de la ira del ángel exterminador por la sangre del cordero pascual que había sido pintada en sus puertas; así lo veían en visiones los profetas como Isaías, cuando describen la Pasión del Redentor: “Como cordero fue llevado al matadero” (cf. Is 53, 7; Jer 11, 19); así lo presenta Juan el Bautista: “Este es el Cordero de Dios” (Jn 1, 29) ; como Cordero de Dios lo ofrece la Iglesia cuando representa su sacrificio sobre el altar, al consagrar el pan y el vino; como el Cordero degollado en honor de Dios se aparece en medio de nosotros bajo los símbolos de su inmolación, el pan y el vino consagrados, que son su Cuerpo entregado y su Sangre derramada; como Cordero de Dios se muestra ante nuestros ojos, como Cordero se muestra también ante los ojos de su Padre celestial, y así se hace presente ante Dios y ante nosotros con su
muerte de sacrificio, para que en medio de nosotros le ofrendemos al Padre celestial; como Cordero de Dios lo ostenta y lo proclama la Iglesia Santa en el supremo acto de sacrificio, cuando el sacerdote eleva la Hostia consagrada, que es Él en Persona, y dice: “Este es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo, felices los invitados al banquete celestial”.
Como Cordero de Dios, sacrificado sobre la cruz del altar, cuya carne es inmolada y consumida por el fuego santo del Espíritu de Dios, nosotros, los hijos pródigos, debemos recibirlo en nuestras almas y unirnos en el Espíritu a su sacrificio para retornar al Padre. Pero en la parábola del hijo pródigo podemos ver también reflejado el verdadero ser mistérico de la Iglesia y del cristianismo, esto es, la misericordia infinita del corazón de Dios Padre para con la humanidad.
Es importante tener esto en cuenta porque muchos —aún y sobre todo dentro de la Iglesia Católica— piensan que el cristianismo, o más bien el catolicismo, es acción social a la que se le agregan oraciones; es decir, son concepciones en la que hace demasiado hincapié en el aspecto humano de Jesús, dejando de lado su divinidad, lo cual tiene repercusiones directas sobre la fe, porque si Cristo es sólo un hombre, el cristianismo se reduce a una organización fraterna de asistencia social que tiene por objetivo primero y último la reducción de la pobreza material entre los hombres.
Otros, en cambio, piensan que el cristianismo es un sistema de moral o de modos de comportarse que corresponden a una mentalidad determinada, los cristianos de los primeros siglos; otros piensan que el cristianismo es nada más que un
sistema de prohibiciones, de mandatos, de reglas morales, que lo único que pretende es fijarse con escrupulosidad dónde hay pecado: el cristianismo sería sólo un sistema de reglas y leyes que hay que observar para entrar en el Reino de los Cielos sin cometer pecado; otros piensan que es sólo una costumbre…
Nada de eso es el cristianismo, ni en nada de eso consiste la misión de la Iglesia de Cristo: no es el cristianismo ni un hábito cultural ni un conjunto de reglas morales. Nadie duda de que el cristiano debe ayudar a su prójimo, pero no se puede confundir la caridad cristiana con la acción social filantrópica que deja de lado a Cristo.
El cristianismo no es ni hábito cultural ni acción social ni regla moral: es la Persona viva de Dios Padre que abraza a sus hijos por medio de su Hijo en la cruz, con su amor, el Espíritu Santo. El abrazo del padre de la parábola al hijo pródigo simboliza el abrazo con el que Dios Padre envuelve a toda la humanidad, por medio de los brazos abiertos en cruz de su Hijo Jesús.
Jesús en la Cruz abre los brazos, pero no sólo para ser clavados, sino para abarcar con un abrazo a toda la humanidad.
“El padre se conmovió, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo cubrió de besos”. La ternura del padre de la parábola es un símbolo del amor y de la ternura de Dios Padre, que no se detiene en meros simbolismos ni en solas palabras, sino que se hace realidad en el misterio del altar. En cada misa cobra vida la parábola del hijo pródigo: el Padre recibe en su casa, la Iglesia, a sus hijos pródigos, los bautizados, y para expresar su alegría y su gran contento por la presencia de sus hijos y su amor misericordioso por ellos, prepara un banquete celestial, una comida sobrenatural: el Cordero asado en el fuego del Espíritu, el Pan de Vida divina, y el Vino de la Alianza Nueva y Eterna.
Dios Padre no tiene un modo mejor de demostrar su perdón misericordioso, su alegría y su ternura infinita por la presencia de sus hijos adoptivos, que donando a su Hijo resucitado en la Eucaristía, como garantía de su misericordia sin límites.
La Iglesia adora al Cordero en el altar eucarístico, en el sacramento de la Eucaristía, y es a Él, al Cordero que está en la Eucaristía, a quien los hombres le deben tributar honor, majestad, alabanzas, adoración y gloria:
“Al que está sentado en el trono, y al Cordero, la gloria y el poder por todos los siglos” (Ap 5, 13).
P. Álvaro Sánchez Rueda
Sitio del P. Alvaro: Agnus Dei
http://:adoremosalcordero.blogspot.com.ar

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