InicioServicios"Adoradores: ¿Qué es la misa? (XXXIX)". (Continuación)

«Adoradores: ¿Qué es la misa? (XXXIX)». (Continuación)

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El que va a comulgar responde: Amén.
Es la respuesta personal del que va a comulgar, ante la afirmación del sacerdote de que lo que él le muestra y está a punto de consumir no es un “pan bendecido”, sino el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de nuestro Señor Jesucristo.
Y comulga.
En el momento de la Comunión, debemos tener presente lo siguiente:
lo que recibimos no es un pan bendecido, sino al Sagrado Corazón de Jesús, que late en la Eucaristía vivo, palpitante y glorioso, con la vida de Dios Trino, envuelto en las llamas del Amor divino, el Espíritu Santo. Es decir, al comulgar, somos inundados, o mejor, sumergidos, en un océano infinito de Amor, el Amor de Dios que nos transmite el Corazón de Jesús. Si esto es así, surge la pregunta: ¿Se puede morir de amor? ¿Puede alguien estar tan pero tan contento, que se muere de felicidad? La respuesta es que la inmensidad del Amor divino recibido en cada comunión sacramental es tan grande, que bastaría para hacernos morir de amor, lo cual equivale a decir, comenzar a vivir para siempre en la eternidad feliz de los cielos. En otras palabras, si alguien, al comulgar, tuviera la disposición en su alma de recibir aunque sea una mínima proporción de la inmensidad del Amor de Dios contenido en cada Eucaristía, moriría de amor, e iría directamente al cielo.

Morir de amor

Y esto que decimos, no es imaginación: es posible morir de amor, y eso fue lo que le pasó a una santa niña, Imelda Lambertini . Imelda murió a los once años, cuando hizo la Primera Comunión, pero desde muy pequeñita comenzó a mostrar su gran amor a Jesús y a la Virgen.
Cuando cumplió nueve años, Dios la llamó para ser consagrada y a pesar de que era muy pequeña, la dejaron entrar en el convento de las dominicas. Allí, Imelda veía cómo las hermanas comulgaban en la misa, lo cual despertaba en ella un gran deseo de unirse a Jesús Sacramentado, pero no podía hacerlo porque en esa época los niños no tomaban la Primera Comunión.
Pero había algo que intrigaba la mente de niña de Imelda, y es que no entendía cómo las hermanas seguían vivas después de comulgar; es decir, no entendía cómo podía haber gente que no muriera de amor después de recibir a Jesús en la Eucaristía.
Todo lo que deseaba Imelda en su vida era comulgar, poder unir su corazón de niña al Corazón de Jesús.
Un día, el 12 de mayo de 1333, después que terminó la Misa y se fueron las hermanas, Imelda se quedó delante del Sagrario, arrodillada, llorando porque no había podido recibir a Jesús Eucaristía.
Entonces, sucedió un milagro: salió una luz muy blanca y muy brillante del Sagrario, a la par que comenzó a sentirse en todo el convento un exquisito perfume que provenía del Sagrario. Las monjas se extrañaron por lo que pasaba, y como el perfume era más intenso en la capilla, fueron a ver qué era lo que pasaba. Con gran sorpresa, encontraron a Imelda arrodillada delante del sagrario, y encima de su cabeza, una hostia que flotaba en el aire. La Hostia daba la impresión de
querer acercarse a Imelda, que se encontraba de rodillas y con las manos juntas en oración.
El sacerdote que había celebrado la misa, se dio cuenta de qué era lo que Jesús quería decirle: que quería entrar en el corazón de Imelda, entonces se revistió, tomó la Hostia que estaba en el aire, y luego le dio la comunión a Imelda. Entonces Imelda cerró los ojos, juntó las manos, inclinó la cabeza, y se quedó así, arrodillada, durante un tiempo. Más tarde, las hermanas vieron cómo su color rosado se convertía en blanquecino, y cuando se acercaron, se dieron cuenta de que Imelda había muerto de amor.
Imelda murió a los once años, y no murió de ninguna enfermedad, sino que murió de alegría, de felicidad y de amor a Jesús Eucaristía. Amaba tanto a Jesús Eucaristía, que ya no quería más estar en este mundo, sino que quería estar con Jesús en el cielo, para siempre, y por eso Jesús se la llevó con Él, para cumplir el deseo de su corazón.

¿Qué fue lo que pasó con Imelda? ¿Por qué murió?

Con Imelda pasó algo distinto a lo que pasa en la muerte: cuando alguien fallece, el corazón deja de latir, y la sangre deja de circular. Pero en el caso de Imelda, cuando recibió la Comunión, su corazón no sólo no dejó de latir, sino que comenzó a latir junto al Corazón de Jesús Eucaristía, y la sangre que corría por su corazón era la sangre de Jesús, y el amor que había en el Corazón de Jesús, era el amor que llenaba el corazón de Imelda. Y como el amor de Jesús produce tanta alegría y tanta felicidad, Imelda se llenó tanto de Jesús, que ya no quería quedarse más en la tierra, y entonces Jesús se la llevó con Él. El corazón de Imelda ahora late para siempre, en el cielo, con la fuerza del Amor de Jesús.
Al recibir la Comunión sacramental, recordemos a Imelda Lambertini, pidiendo la gracia de crecer en el amor a Jesús Eucaristía.

137. Finalizada la Comunión, el sacerdote o el diácono, o el acólito, purifica la patena sobre el cáliz y también el cáliz. Mientras hace la purificación, el sacerdote dice en secreto:
Haz, Señor, que recibamos con un corazón limpio el alimento que acabamos de tomar, y que el don que nos haces en esta vida nos sirva para la vida eterna.
En su oración secreta, el sacerdote pide que “el don que acabamos de recibir”, es decir, la Eucaristía, nos sirva “para la vida eterna”.

Meditar acerca de la eternidad

¿Cómo darnos una idea de la eternidad, esa palabra que nos parece tan abstracta, porque no tenemos experiencia de ella? Para meditar acerca de la eternidad –la cual recibimos en germen en la Comunión sacramental-, nos puede ser útil la historia de San Virila de Leire, puesto que lo que comulgamos no es un pedacito de pan bendecido, sino el Ser eterno de Dios, puesto que Cristo es Hombre, pero al mismo tiempo es Dios: Él es el Hombre-Dios, Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios, y como tal, como Dios, es eterno; aún más, es la eternidad en sí misma.
Esto quiere decir que con la Encarnación de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, la eternidad de Dios ha entrado en el tiempo, o más bien, el tiempo ha sido asumido en la eternidad divina, y es así como el tiempo humano, a partir de la Encarnación, toma un nuevo sentido, adquiere una nueva dirección, la eternidad divina: el tiempo se encamina hacia la consumación del tiempo, en la eternidad.
Cuando los vértices espacio-tiempo converjan en la eternidad, entonces desaparecerá el tiempo, y la eternidad será manifiesta a la humanidad. Por lo tanto, en Cristo, el tiempo humano –y por lo mismo, mi tiempo personal- adquiere una dimensión de eternidad: lo obrado en el tiempo repercute en la eternidad, sea para bien o para mal, porque también existe la eternidad negativa, es decir, la eternidad vivida en la ausencia del Dios verdadero.
¿Cómo darnos una idea de la eternidad, esta eternidad en la que ya estamos inmersos, de la cual participamos ya, desde esta vida, desde el momento en que por el Bautismo hemos sido injertados en la vida eterna del Hombre-Dios, que es la vida de la Trinidad, y desde el momento que acrecentamos ese don en cada comunión eucarística?

Un testimonio muy útil

Un ejemplo real de un santo real puede ayudarnos a darnos una ligera idea. San Virila , abad de Leire –su figura histórica está perfectamente documentada en el Libro gótico de San Juan de la Peña-, vivía muy preocupado por la eternidad, y meditaba con mucha frecuencia sobre la misma. Un día, en primavera, se internó en el bosque, distraídamente, llevado precisamente por la meditación sobre la eternidad.
De pronto, apareció un ruiseñor, que comenzó a cantar, con trinos y gorjeos muy melodiosos, y San Virila, fascinado por el canto del pájaro, se durmió en Dios. Cuando se despertó, se dio cuenta de que se había extraviado, porque no encontraba el camino de regreso, hasta que, caminando, pudo reconocerlo, con el monasterio al fondo.
Comenzó a caminar en dirección al monasterio, pero a medida que se acercaba, notaba que el monasterio era ahora más grande. Llegó a la portería, golpeó la puerta, pero cuando salieron los monjes, nadie lo reconoció. Entró en el monasterio, comenzó a buscar en los archivos, y ahí encontró el nombre de un abad de nombre Virila, “que se
había perdido en el bosque”, hacía trescientos años. El milagro causó gran admiración y estupor, y en acción de gracias se cantó un Te Deum. Al final del canto, se oyó la voz de Dios: “Virila, tú has estado trescientos años oyendo el canto de un ruiseñor y te ha parecido un instante. Los goces de la eternidad son mucho más perfectos”. En ese momento, entró un ruiseñor por la puerta de la iglesia con un anillo abacial en el pico, y lo colocó en el dedo del abad, que fue abad hasta el día en que Dios lo llamó a su gloria eterna.
No seamos tan ligeros al comulgar, pensando en distracciones vanas, porque al comulgar algo que parece pan, incorporamos el Ser eterno de Dios Uno y Trino. Y con su Ser eterno, su Amor, que también es eterno.

Un momento trascendental

138. Después, el sacerdote puede volver a la sede. Si se considera oportuno, se puede dejar un BREVE ESPACIO DE SILENCIO SAGRADO o entonar un salmo o algún cántico de alabanza.
La post-comunión no es un momento ni para aplaudir, ni para dar avisos parroquiales, ni para pensar que ya la Misa está por terminar. Es el momento tal vez más trascendente para la espiritualidad del fiel –y también para el sacerdote-, pues Cristo está en el alma, que lo acaba de recibir en la comunión. Es por eso que para este momento se aplica todo lo que dijimos más arriba, con relación al silencio. Para este momento resuenan las palabras de Jesús en el Apocalipsis: “Estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él y cenaré con él y él conmigo” (3, 20).
Es decir, este momento es un tiempo de profunda intimidad con Jesucristo, que ha entrado en nuestras almas por la comunión eucarística, y mal haríamos si a tan distinguido huésped lo dejáramos en el pórtico de entrada, para distraernos con cualquier otra cosa.
(continuará)
Sitio del P. Álvaro: Agnus Dei, http://adoremosalcordero.blogspot.com.ar

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Jesús, en Vos confío

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