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Adoradores: “Vamos al Sacrificio de Jesús (II)» (Continuación)

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Vemos que el sacerdote echa incienso en un pequeño balde llamado “turíbulo”, mientras lo bendice. ¿Qué significa? El incienso, que es una especie de aceite perfumado que al contacto con el carbón encendido desprende un rico aroma, representa nuestra oración: así como el humo blanco del incienso forma nubes blancas que suben a lo alto de la Iglesia,
hasta el techo, así la oración de los que rezan a Dios se eleva hasta su trono de majestad en los cielos.

Nuestra oración

En la Biblia, el Salmo 140 dice así: “Suba mi oración como incienso en tu presencia”. Las nubes blancas del incienso representan nuestra oración –y también nuestra adoración- que sube hasta Dios. Pero hay algo más. Para que el incienso se queme, es necesario que haya fuego, y para esto es que se encienden los carbones en el turíbulo, para que queme el incienso. El fuego representa el amor a Dios necesario para que podamos rezarle. Si no tenemos amor a Dios, no podremos rezar y así no subirá nuestra oración; por el contrario, cuanto más amor tengamos a Dios, rezaremos con mayor fervor y
devoción, y habrá muchas nubes de incienso y mucho perfume, es decir, nuestra oración subirá hasta el trono de Dios y será más agradable a Dios.
Y como el amor a Dios se demuestra en el amor a su imagen, que es nuestro prójimo, quiere decir entonces que la oración a Dios, fruto del amor, se tiene que acompañar de obras de amor a nuestros hermanos, aquellas que la Iglesia llama “obras de misericordia corporales y espirituales”, y que se realizan sobre todo para con el prójimo más necesitado.
Y si es el incienso quemado representa nuestra oración y adoración, se representa también el sacrificio de Jesús, que sube hasta el Cielo como agradable perfume, hasta el altar de Dios.
Pero hay todavía otro significado más: después de subir hasta el techo de la Iglesia, las nubes de incienso comienzan a bajar, y eso significa que Dios nos da su misericordia y su amor.
El incienso simboliza el sacrificio de Cristo, que asciende como suave y exquisito perfume ante el trono de la majestad de Dios.

Sacerdote: ‘En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo’.
Junto con el sacerdote, hacemos la señal de la cruz y eso se llama “santiguarse”. ¿Qué es santiguarse? Es una oración que consiste en hacer la señal de la cruz en la frente, en el pecho, en el hombro izquierdo y luego en el hombro derecho. Diciendo: En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Y luego Amén. Es decir, trazamos la señal de la cruz sobre nosotros, porque a través de la ella nos bendice Dios Trinidad: Dios Padre envía a Dios Hijo a morir en la cruz, para que El nos sople a Dios Espíritu Santo. Comenzamos en la cabeza, diciendo “En el nombre del Padre”, significando que desde donde habita el Padre, el Cielo, desciende Jesús, el Hijo de Dios; seguimos hacia el abdomen superior, diciendo “y del Hijo”, indicando con esto el descenso de Dios Hijo a la tierra, para encarnarse y salvarnos, y así completamos el leño vertical de la cruz; seguimos con el hombro izquierdo, diciendo “y del Espíritu Santo”, indicando que desde la tierra, Jesús nos da el Amor de Dios, el Espíritu Santo, y finalizamos en el hombro derecho, significando que el Amor de Dios dado por Jesús en la cruz, el Espíritu Santo, nos lleva al Cielo. Además de santiguarnos, trazando sobre nosotros la señal de la cruz al comenzar la misa, debemos siempre bendecir a todo el mundo, nuestros padres, nuestros hermanos, nuestros seres queridos, y a todo prójimo, con la señal de la bendición del Cielo, la santa cruz de Jesús.
Si hacemos así, todo lo que nos rodea quedará bendecido.

Todos: Amén.                                                                                                      “Amén” quiere decir, en latín, “así es”. Con esta sola palabra decimos que creemos que sobre el altar, en poco tiempo, bajará Jesús con su cruz, renovando su sacrificio en el monte Calvario de hace dos mil años.

Sacerdote: La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre, y la comunión del Espíritu Santo, estén con todos ustedes.

La misa no es invento de hombres, sino una obra santa, la obra más santa de todas las obras santas de la Santísima Trinidad, y por eso es que el sacerdote pide la gracia de Jesús, el amor de nuestro Padre Dios, y la comunión del Espíritu Santo. Sin la ayuda de las Tres Personas de la Trinidad, no podemos vivir la Santa Misa como lo que es, el sacrificio de Jesús en el altar, sacrificio por el cual El dejará su Cuerpo en la Eucaristía y derramará su Sangre en el cáliz.
Con la ayuda de la Santísima Trinidad podemos ver, con los ojos de la fe, a Jesús en la Eucaristía. Sin la ayuda de la Trinidad, pensamos que la Hostia es sólo un pancito bendecido y nada más.
Y algo que tenemos que notar, es que el sacerdote nos saluda con el mismo saludo del ángel Gabriel a la Virgen María, cuando le dijo que Ella era la elegida entre todas las mujeres para ser la Mamá de Dios Hijo (Lc 1, 28).

Acto penitencial

Sacerdote: Hermanos, para celebrar dignamente estos sagrados misterios, reconozcamos nuestros pecados.

Todos: Yo confieso, ante Dios Todopoderoso, y ante ustedes, hermanos, que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión; por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Por eso ruego a santa María, siempre Virgen, a los ángeles, a los santos, y a ustedes hermanos, que intercedan por mí ante Dios nuestro Señor.

Dice el profeta Isaías que los ángeles, en el Cielo, cuando ven a Dios cara a cara, se cubren sus rostros con sus alas, y esto es porque Dios es infinitamente santo y puro. Los ángeles, a pesar de que ellos son espíritus puros y buenos, se sienten indignos de estar delante de Dios Uno y Trino, y por eso cubren sus rostros con sus alas.
Nosotros, que no somos ángeles, y que cometemos pecados, tampoco somos dignos de estar delante suyo y por eso es que pedimos perdón por los pecados. Dice Jesús que los pecados surgen del corazón del hombre (cfr. Mc 7, 20-23), y por eso nos damos tres golpes en el pecho, a la altura del corazón. Nos golpeamos el pecho, a la altura del corazón, con tres golpes, como cuando alguien llama a la puerta, pidiendo que se abra.
Quiere decir que llamamos a nuestro corazón, en nombre de la Santísima Trinidad, para que entre la gracia de Dios y nos concede el arrepentimiento de nuestros pecados, es decir, de nuestros malos pensamientos, deseos y acciones.
¡Cuántas veces nos enojamos, o somos egoístas, o no queremos perdonar, y tantas otras cosas malas que nos hacen indignos de estar en la Santa Misa! Pero Dios nos ha invitado con su Espíritu Santo, y por lo tanto nos arrepentimos de haber obrado mal, pedimos perdón por nuestros pecados y golpeamos a las puertas de nuestro corazón para que se abran de par en par a Cristo Eucaristía que habrá de venir pronto.
Y para estar seguros de que conseguiremos esta gracia del arrepentimiento, recurrimos a nuestra Madre del Cielo, María Santísima para que interceda por nosotros y nos consiga la gracia de la perfecta contrición del corazón. Y como María es medianera de todas las gracias, estamos más que seguros de que obtendremos el arrepentimiento.
Recurrimos también a los ángeles y a los santos del Cielo, que ya están gozando de la visión de Dios Trinidad para que, arrepentidos de nuestro mal proceder, podamos algún día alegrarnos juntos con ellos. También pedimos a nuestros prójimos, que son hermanos nuestros en Cristo, que recen por nosotros.

Sacerdote: Dios Todopoderoso tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a la vida eterna.
Después de habernos arrepentido el sacerdote, en nombre de Cristo, nos perdona los pecados veniales, con lo cual quedamos ya dispuestos para recibir a Jesús Eucaristía con un corazón contrito y humillado, con lo cual crecerá en nosotros la gracia santificante.
Tenemos que recordar que para comulgar, lo mejor es no tener pecados veniales, pero basta con no tener pecados mortales.
En otras palabras, antes de comulgar, debemos estar en estado de gracia, sin pecado mortal. El motivo es que la Eucaristía es Jesús, que es el Amor de Dios, y el pecado mortal es un corazón sin amor a Dios. No puede entrar el Dios del Amor en un corazón que no tiene amor.
Sí podemos comulgar con pecados veniales, porque es algo parecido a lo que le pasa a un cuerpo enfermo al recibir alimento: se fortifica y puede curarse. Algo similar sucede con la Eucaristía: fortalece al que tiene pecados veniales y se arrepiente de ellos.
El motivo de la “curación” del alma de sus pecados veniales al comulgar es el amor de Cristo, que se comunica en la comunión: en ese momento Jesús, movido por su amor, derrama abundantes gracias que brotan de su Corazón traspasado, las cuales sanan, en alma bien dispuesta, las pequeñas faltas de amor que suponen el pecado venial. Pero además la comunión nos preserva del pecado mortal, y para darnos cuenta, nos imaginamos un cohete que está listo para despegar e ir al espacio exterior: cuando una nave espacial, impulsada por el poderoso chorro de fuego de sus cohetes propulsores, sale de la órbita terrestre, escapa de su fuerza gravitatoria, la cual se anula completamente, tanto más, a medida que se acerca al sol, volviéndose los cuerpos de los astronautas, ligeros como una pluma.
Algo similar sucede con la comunión: la gracia santificante que recibimos, es lo que nos da la fuerza para apartarnos de las cosas materiales y terrenas, las cuales, a medida que subimos en santidad, nos parecen cada vez más pequeñas y sin atractivo, como cuando alguien va ascendiendo en un avión, cada vez más, y ve por la ventanilla las casas, los autos, los animales y las personas, cada vez más chicos.
En otras palabras, la gracia santificante de la comunión nos hace ver las cosas materiales como baratijas sin valor, como extraños e inservibles objetos de plástico barato que sólo sirven para ser arrojados al cesto de residuos.
Y así como un astronauta, a medida que escapa de la fuerza de atracción de la tierra, se siente ligero como una pluma, hasta el punto de flotar en el interior de la nave, así el alma, inundada por la gracia santificante que la aleja de la fuerte atracción que ejercen las cosas materiales, se siente ligera y libre de todo peso.
Al mismo tiempo, así como la nave se acerca cada vez más al sol, así nosotros, al comulgar, no sólo nos alejamos del pecado, sino que nos acercamos cada vez más a ese Sol de Amor infinito que es Jesús Eucaristía.
Quien está en pecado mortal puede asistir a misa, aunque no puede comulgar, y debe asistir, tanto más, cuanto que la asistencia al Santo Sacrificio del altar debe suscitar vehementes deseos de hacer una buena confesión sacramental, para recibir el Amor de Dios donado en la Eucaristía.
Si estamos convencidos, luego de hacer un buen examen de conciencia, de que no estamos en pecado mortal, se hace un acto de contrición lo más perfecto que se pueda, con la fórmula colectiva ya mencionada, para que el alma quede limpia de pecados veniales y aún de aquellos pecados de los que no somos conscientes.
Este acto de contrición debe extenderse a todos los actos de nuestra vida, a los presentes y a los pasados, porque puede suceder que tengamos algunos que se escapan a nuestra observación, para lo cual acudimos al Salmo 18, 3:
“De mis pecados ocultos límpiame, Señor”. De esta manera, recibiremos dignamente la Eucaristía, porque ese dolor de contrición purifica el alma de las manchas y reliquias del pecado.
(Continuará)
Sitio del P. Álvaro: NACER (Niños y Adolescentes Adoradores de Cristo Eucaristía), http://infantesyjovenesadoradores.blogspot.com.ar

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