Silencio
Antes de las lecturas bíblicas, todos hacemos silencio. ¿Por qué es necesario el silencio? Porque Dios no está en el bullicio, en los gritos, en las voces destempladas, y tampoco se lo puede escuchar en medio de la dispersión exterior. Dice el Santo Padre Benedicto XVI que Dios “habla en el silencio”. No podemos escuchar de cualquier manera, ya que es Dios quien habla, y lo que dice lo dice para cada uno en persona.
¡Dios está por hablarnos! ¿Qué diríamos si nos enteramos que un personaje famoso, como el mejor futbolista del mundo, al que más admiramos, o que el más renombrado actor de películas, o un conocido multimillonario, o el presidente de nuestro
país, acaban de comunicar que viene a nuestro encuentro para hablar con nosotros? ¿Acaso estaríamos distraídos, o fingiríamos que no nos importa? ¿No saltaría de gozo nuestro corazón? Y cuando lo tuviéramos enfrente, y nos comenzara a hablar, ¿se nos ocurriría dejarlo hablando solo, para nosotros retirarnos? ¿Se nos ocurriría no prestarle atención para revisar la casilla de correo de nuestro celular? ¡Por supuesto que no! ¡Estaríamos más que atentos a lo que nos dijera, y por supuesto que haríamos silencio, para no perdernos ni una palabra suya! ¡Y además, nuestro corazón saltaría de alegría!
Pues bien, si para escuchar a alguna persona que para nosotros es importante, haríamos silencio, ¡cuánto más debemos hacer silencio para escuchar a Dios, que nos habla a través de las lecturas bíblicas y a través del Evangelio!
En la Escritura tenemos un ejemplo de lo que decimos, acerca de que Dios está en la calma y el silencio: el profeta Elías, refugiado en una caverna, escucha el huracán, siente el temblor del terremoto y ve el fuego, pero en ninguno de esos está Dios; sí está, en cambio, “en el susurro de la suave brisa” –símbolo del silencio-, y cuando el profeta lo reconoce se cubre el rostro con el manto, porque se considera indigno de ver la majestad de Dios.
Dice así el pasaje: “Le dijo: ‘Sal y ponte en el monte ante Yahveh’. Y he aquí que Yahveh pasaba. Hubo un huracán tan violento que hendía las montañas y quebrantaba las rocas ante Yahveh; pero no estaba Yahveh en el huracán. Después del huracán, un temblor de tierra; pero no estaba Yahveh en el temblor. Después del temblor, fuego, pero no estaba Yahveh en el fuego. Después del fuego, el susurro de una brisa suave. Al oírlo Elías, cubrió su rostro con el manto, salió y se puso a la entrada de la cueva. Le fue dirigida una voz que le dijo: ‘¿Qué haces aquí, Elías?’” (1 Re 19, 11-12).
Elías reconoce a Dios en la dulzura de la brisa –la humildad, la sencillez, el amor-, y lo puede reconocer porque él mismo está en silencio; Elías sabe que Dios no está en el huracán, en el terremoto, en el fuego –símbolos de la soberbia, la ira, el odio-, y lo puede saber porque su alma vibra con la vibración divina: en él hay silencio, tanto exterior como interior.
De otro modo, no podría ser percibido Dios, así como no puede ser percibido el ligero viento si se está hablando continuamente, de modo disperso, en alta voz. Esta es la razón por la que la asamblea hace silencio antes de las lecturas, para imitar al profeta Elías que quiere escuchar a Dios.
El silencio –interior y exterior- es entonces absolutamente necesario para que podamos escuchar la Palabra de Dios, Jesucristo, quien se hará presente por medio de las lecturas bíblicas.
Lecturas bíblicas
Dice san Agustín que la Sagrada Escritura es una “carta” escrita por Dios y dirigida personalmente para cada uno de nosotros. En la Santa Misa se leen párrafos del Antiguo y del Nuevo Testamento, porque no solo no hay entre ellos disonancia alguna, sino que ambos están unidos de tal manera que uno es iluminado por el otro. Por medio de las lecturas el Pueblo de la Nueva Alianza escucha a su Dios, que se pronuncia con su Palabra, tal como lo hacía Yahvéh con el Pueblo Elegido, y tal como lo hacía Jesucristo con sus contemporáneos. La disposición del alma debe ser, pues, la de aquel que está deseoso de escuchar a su Dios, quien le descubre los tesoros de su amor a través de la Sagrada Escritura: “Por las lecturas se prepara para los fieles la mesa de la Palabra de Dios y abren para ellos los tesoros de la Biblia” .
Salmo responsorial
¿Por qué se recita un salmo? Para saberlo, tenemos que recordar que, para los monjes –aquellos hombres religiosos que dedican su vida a la oración, el trabajo y el estudio de las ciencias sagradas-, la recitación de los salmos quiere decir reafirmar la verdad de que el monje está en el monasterio para buscar a Dios .
Esto, que se da entre los monjes, en la recitación del Oficio Divino, también es realidad para la asamblea que, por el salmo responsorial asciende, de grado en grado –como si subiéramos una escalera espiritual-, desde la tierra, las cosas del mundo, a la contemplación de su Dios que en pocos momentos más, se manifestará sobre el altar como Pan de Vida eterna.
Aclamación antes de la lectura del Evangelio
Antes de escuchar el Evangelio entonamos el “Aleluya” que significa “alegría”, y expresa el estado espiritual y de ánimo –gozo, exaltación, alegría en el que nos encontramos en este momento de la misa, y estamos así de alegres y contentos porque es Jesús en persona quien habla a través del Evangelio. Para muchos, les parecerá extraño que quienes están en misa se alegren, porque tienen una idea equivocada de lo que es la misa y Dios Trino, en quien se origina la misa. La misa no es, como muchos lo suponen, algo “aburrido” o “serio”, en el que hay que inventar cosas -palabras, gestos, movimientos, canciones, y hasta ¡disfraces!- para que sea menos “aburrida”.
La misa es, por sí misma, causa de alegría y de una alegría infinita porque se trata nada menos que de la renovación del sacrificio en cruz de Jesús, sacrificio por el cual nos redimió y nos abrió las puertas del Cielo. La alegría, por este motivo, es algo propio de la misa y de quien asiste a ella.
El momento de escuchar el Evangelio es un momento de gran alegría, una alegría mucho más grande que saber, por ejemplo, que la selección ganó un campeonato mundial; es una alegría mucho más grande que cualquier alegría del mundo y de la tierra, porque la alegría de escuchar a Jesús que es Dios no es la alegría del mundo; es la alegría que surge del Domingo de Resurrección; es la alegría de saber que Cristo, con su muerte en cruz, ha resucitado y ha vencido para siempre a los enemigos mortales del hombre, la muerte, el pecado y el demonio.
La alegría del cristiano es la alegría que anuncian los ángeles a los pastores en la fría noche de Belén: “No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (cfr. Lc 2, 11-12), no tanto porque esa noche se haga presente, sino más bien porque lo que se hace presente es la realidad sobrenatural de Dios Hijo encarnado, que renueva su encarnación y su nacimiento virginal en el misterio del altar.
Todavía más, el Santo Cura de Ars, san Juan María Vianney, decía que si realmente supiéramos cuánto vale una Santa Misa, nuestra alegría sería tan grande que nuestro corazón no resistiría, y nos moriríamos de tanta dicha y gozo: “Si conociéramos el valor de la Santa Misa nos moriríamos de alegría”.
Verdaderamente, tendríamos que morir de alegría con el solo hecho de saber que Jesús, que está por hablar en el Evangelio, vendrá en pocos minutos más, sobre el altar –invisible, pero real-, con su cruz, con la cual ha vencido al Demonio, nos ha perdonado los pecados, nos ha concedido ser hijos de Dios, y nos ha abierto las puertas del Cielo.
Cuando cantamos el “Aleluya” expresamos la alegría celestial que nos viene al escuchar la Palabra de Dios, porque “Dios es alegría infinita”, y escuchar su Palabra, es ya tener de esa misma alegría en el corazón. ¿Qué sucedería si Dios no nos hablara? ¿Qué sucedería si Dios, al ser ofendido por nosotros, no nos perdonara y se quedara mudo y sin hablarnos más? ¡Cuánta tristeza invadiría nuestras almas, al no tener palabras de vida eterna, palabras de esperanza, de luz, de vida y de amor! Pero Dios nos ha perdonado en Jesús, y la prueba es su muerte en cruz, y nos habla a través de Jesús, a través de su Sangre derramada, y ese es el motivo de nuestra gran alegría.
La alegría de la misa viene al alma cuando contemplamos y adoramos a Dios Uno y Trino, y así nos damos cuenta que la misa no es ni “aburrida” ni “seria”, sino alegre, con una alegría celestial, que viene del Corazón mismo de Dios. En la misa nos alegramos con la misma alegría de los ángeles y de los santos en el Cielo, porque para ellos, adorar y contemplar a Dios no significa cansancio, aburrimiento, ni nada de lo que en nuestra ignorancia nos imaginamos; por el contrario, significa para estos seres espirituales y puros y para los bienaventurados santos, como una “explosión” de alegría que no finaliza nunca; para ellos, contemplar a Dios Trino significa exaltar de gozo y de felicidad a cada momento, sabiendo que nunca habrá de terminar, porque es la alegría que se siente en el alma al ver a Dios y gozar de su hermosura y saber que esa alegría, ese gozo y esa hermosura, es para siempre, ¡para siempre!”. (Continuará)
Sitio del P. Alvaro: “Nacer”, Niños y Adolescentes Adoradores de Cristo
Eucaristía http://infantesyjovenesadoradores.blogspot.com.ar
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Jesús en vos confío