Para andar aunque sea un solo paso es menester levantarse
(Mt 9,6) He registrado el Evangelio y he visto que no es sólo un libro de contemplación, sino también un programa de acción y ¡qué completo, qué arriesgado y a la par qué indulgente con nuestra flaqueza!.
¡Levántate!: Es la primera lección. ¡Con qué relieve aparece ante mis ojos esa que después de todo es una verdad de sentido común!: que para andar aunque sea un solo paso es menester levantarse. ¡Cómo despierta en mi alma ese levántate del Maestro tempestades de recuerdos y de remordimientos…!
El “levántate” que hacía andar a los paralíticos, despertaba a los dormidos y echaba fuera de sus tumbas a los muertos, ¿qué ha conseguido de mí?.
Porque es cierto que a mi oído ha llegado más de una vez en los buenos ratos que siguen a una fervorosa comunión o acompañan a una visita al sagrario, el “levántate” de aquellos milagros y también es cierto que después he seguido cojeando con una vida de frecuentes caídas y recaídas, o me he vuelto a dormir en el sueño de la tibieza o ¡qué pena! me he vuelto a morir y me han llevado otra vez a la tumba…
¡Qué diferencia, tan deshonrosa para nosotros, entre los curados del Evangelio y los curados del sagrario!. Allí, al “levántate” de tu misericordia y de tu poder dicho una sola vez, respondían los hombres con el salto de su curación radical y de su vida nueva; aquí, al “levántate” de tu amor paciente repetido tantas veces cuantas horas tiene el día y cuantos hijos tienes en cada sagrario, respondemos unas veces con el bostezo del perezoso, otras con el encogimiento de hombros del indiferente, cuando no con nuevas ofensas e ingratitudes.
Sin levantarse no se anda
Y, sin embargo, sin levantarnos, nada podemos hacer ni en la obra de Dios, que es su gloria, ni en la obra del prójimo y nuestra, que es la santificación. A la luz de esta consideración tan rudimentaria, he visto la causa de la infecundidad de no pocas acciones y empresas dirigidas al parecer por espíritu cristiano y para fines cristianos.
El secreto de esa infecundidad está en que los que así obran son gentes que se empeñan en realizar ese contrasentido. Andar y hacer andar sin levantarse ellos del pecado o de la tibieza…
Marías, discípulos fieles, vosotros que andáis empeñados en la gran obra de la compañía del sagrario abandonado y que para matar estos abandonos andáis leguas y leguas, ¿habéis empezado por levantaros? ¿Tratáis cada día de oponer al “descansa ya, déjalo todo” que os susurra al oído la sensualidad o el amor propio, el “levántate” que el Maestro bueno del sagrario os dice tantas veces cuántas horas tiene el día y cuántos hijos tiene en cada sagrario…?
Anda (Mt 9,5-6)
¡Cuántas, cuántas veces te he oído esa palabra en tu Evangelio! ¡Cuántas veces la debes repetir en tu sagrario!.
Ese anda era casi la única condición que ponías al agradecimiento de los beneficiados por tus milagros. Es para hacerme pensar y meditar muy despacio que al paralítico a quien das movimiento, al ciego y al leproso a quienes devuelves la salud, al muerto a quien das vida, o a la pecadora a quien otorgas el más generoso de los perdones, al apóstol a quien entregas el universo para convertirlo, a todo el que pasa junto a Ti, sacándote virtud, le impones siempre este mandato:
“Anda…” ¡Cuánto dice esa palabra pronunciada en los momentos solemnes que seguían a aquellas curaciones y operaciones estupendas!
El “anda” de las madres
¿Os habéis fijado en lo que hacen las madres, sobre todo las madres pobres cristianas, con sus hijos pequeños antes de mandarlos a la escuela?.
Han rezado con ellos las oraciones de la mañana, los han lavado y peinado, han sustituido la ropita sucia o rota del día anterior con otra limpia y remendada y después de darles el frugal desayuno y de prepararles la meriendita en el canastillo que cuelgan del brazo del pequeño escolar, estampan un beso sonoro en su frente, y… anda, hijo mío, les dicen, mientras los ven partir bañados en las oleadas de una mirada toda satisfacción y todo cariño.
El “anda” del Evangelio
Se parece mucho a este otro “anda” de las madres a sus hijos…
No es la palabra de la despedida para siempre, no es la repulsa del que fastidia, no, no es eso, es la palabra del Amor que ha terminado su obra y espera la correspondencia, es la palabra de la complacencia no en el bien realizado sino en la felicidad del que lo ha recibido, es el deber sobreponiéndose al gusto, es el amor haciéndose principio y móvil de la actividad, es Jesús Madre despertando, aseando, curando, vistiendo, engalanando, alimentando y besando a sus hijos para que estos vayan cada día con nuevo gusto al surco que les toca abrir… a la siembra que les toca hacer… a la cosecha que les toca recoger…
Almas de fe, que por misericordia de El estáis de pie y sentís en el alma las santas impaciencias del celo que quiere andar, o los penosos decaimientos de la flaqueza humana que no quiere seguir andando, tomad este consejo que os da quien conoce un poquito a El y os quiere mucho a vosotras:
No echéis a andar por ningún camino ni dejéis de andar por el que hayáis comenzado mientras en vuestra comunión de la mañana no oigáis el anda del Jesús Madre que recibís. Es decir, que el sagrario sea el punto de partida y el punto de llegada de toda actividad.
Ya veréis qué bien se andan los caminos más escabrosos cuando al pisarlos, y aún al herirnos, podemos saborear allá dentro el anda del Jesús de la comunión de aquella mañana…
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Jesús en vos confío