InicioServiciosAdoradores: "Vamos al sacrificio de Jesús (VII)". (Continuación)

Adoradores: «Vamos al sacrificio de Jesús (VII)». (Continuación)

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“El lugar señalado para la ejecución, Namugongo, se encontraba a unos sesenta kilómetros de distancia; hacia allá partió inmediatamente la caravana con las diecinueve víctimas. “El grupo de jóvenes héroes estaba a unos pasos de mí- escribió el padre Lourdel, superior de la misión de los Padres Blancos y testigo de los arrestos y ejecuciones-; Kizito, el más chiquillo, charlaba y reía… Yo experimenté una angustia tan grande, que hube de apoyarme en la barda para no caer… No me estaba permitido dirigirles una sola palabra, y tuve que contentarme con leer en sus rostros y en los ojos que me miraban, la resignación, la alegría y el valor de sus corazones”. A tres de los jóvenes se les quitó la vida cuando iban por el camino; los restantes fueron encerrados en la estrecha prisión de Namugongo, bajo condiciones infrahumanas, durante siete días, mientras se preparaba una enorme pira.
El  3 de junio de 1886, día de la Ascensión, fueron sacados de la mazmorra; frente al montón de ramas secas se les despojó de sus vestidos, se les ató de pies y manos y, uno a uno, fueron envueltos en esteras de juncos; los paquetes enrollados con las víctimas dentro, se acomodaron en hileras sobre la pira (a un muchacho, el Santo Mbaga, lo mataron antes con un golpe en la cabeza, por orden de su padre que era el jefe de los verdugos) y le prendieron fuego. En un tono más alto que el del cántico ritual de los verdugos, surgieron las voces juveniles de entre las llamas y el humo para rezar el Credo y repetir, antes de apagarse, el dulce nombre de Jesús . Los jóvenes son santos, porque fueron declarados mártires por el Papa en el año 1920, y se los conoce como “Los jóvenes mártires de Uganda”.
Como podemos ver, a estos jóvenes les costó la vida rezar el Credo, el mismo Credo que tantas veces rezamos tan distraídos, sin pensar en lo que decimos, sin amar lo que creemos, sin dar testimonio de lo que proclamamos.
Entonces, cuando recemos el Credo en la Santa Misa, no lo hagamos tan distraídos, no recemos “mecánicamente”, como cuando alguien repite algo de memoria, pero sin prestar atención a lo que dice, y pensemos más bien cómo a los jóvenes mártires de Uganda les costó la vida el poder rezarlo y sobre todo meditemos en las maravillosas verdades de fe que profesamos, y les pidamos a ellos, que gozan en el cielo de la compañía de Jesús y María gracias a que dieron sus vidas por estas verdades de fe, ser valientes para proclamar, en el silencio y con la santidad de vida, lo que creemos y rezamos en el Credo. Les pidamos también a estos jóvenes mártires, que murieron defendiendo la santa pureza, tener siempre en el corazón el puro y limpio amor a Cristo y cuidar el cuerpo como “templo del Espíritu Santo” (1 Cor 6, 19).
Ante todo, recemos meditando en cada una de sus oraciones, puesto que el contenido del Credo lo vivimos en la liturgia eucarística y además, por profesarlo, es decir, por hacer este acto de fe, conseguimos nada más y nada menos que la vida eterna, tal como le dice la Iglesia al que se bautiza en la fe de Jesucristo: “En el Ritual Romano, el ministro del bautismo pregunta al catecúmeno: ‘¿Qué pides a la Iglesia de Dios?’ Y la respuesta es: ‘La fe’. ‘¿Qué te da la fe?’ ‘La vida eterna’” .

Creo en Dios, Padre
Todopoderoso, creador del
Cielo y de la tierra.

Tener fe es creer sin ver. No vemos a Dios Padre, pero sí vemos la obra de sus manos: el cielo, la tierra, y todo lo que hay en ellos, y por ellos creo en Dios. No vemos a los ángeles del cielo, pero sí creo en los ángeles, creo en Dios Padre, y creo en el cielo, en donde Él habita, y adonde quiere llevarnos, al terminar nuestra vida terrenal. ¡Qué hermosa es la Creación, obra del Padre!.
Todo cuanto existe, lo ha hecho para nosotros, y no podemos salir del asombro, al comprobar la inmensa sabiduría, poder que hay en la Creación.
Pero si nos asombra la Creación visible, como obra del Amor del Padre, mucho más debe asombrarnos la obra más grandiosa de Dios, la Santa Misa, obra tan grandiosa y majestuosa, que si Dios quisiera hacer algo mejor, no podría hacerlo.
Toda la Creación, visible e invisible, con toda su belleza y armonía, es igual a la nada, comparada con la Santa Misa, porque es la obra en la que Dios Padre despliega con todo su esplendor su Sabiduría, su Amor y su Poder. Es tan grande el Amor de Dios por nosotros, los hombres, que no duda en sacrificar a su Hijo en el altar de la cruz, y en renovar ese sacrificio incruentamente, en la cruz del altar, para que el Hijo nos sople el Espíritu Santo (cfr. Jn 20, 22), que nos hace ser hijos adoptivos de Dios. ¡Cuánto te agradezco, Padre mío del cielo, por tu bondad y por tu gran amor, demostrado en la renovación incruenta del sacrificio de la cruz, la Santa Misa!

Creo en Jesucristo, su único
Hijo, Nuestro Señor, que fue
concebido por obra y gracia del
Espíritu Santo. Nació de Santa
María Virgen.

Dios es Uno, y en Él hay Tres Personas Divinas, que trabajan juntas para que yo me salve: Dios Padre envía a su Hijo, para que nazca de la Virgen María, y Quien lo trae a este mundo es Dios Espíritu Santo.
Cuando nació, Jesús salió de la parte superior del abdomen de la Virgen, que estaba arrodillada, igual que un rayo de sol cuando pasa por un cristal. ¡Dios Padre manda a Dios Hijo a nacer de la Virgen, para donarnos a Dios Espíritu Santo! Pero el prodigio no termina aquí: así como Jesús nació del seno virgen de María en Belén, Casa de Pan, por el poder del Espíritu Santo, así también Jesús, por el poder del mismo Espíritu, prolonga su nacimiento en el seno virgen de la Iglesia, el Altar Eucarístico, el Nuevo Belén, como Pan de Vida eterna.

Padeció bajo el poder de Poncio
Pilato.

Jesús padece a causa de los judíos, que lo acusan injustamente de blasfemo –Jesús se llama a sí mismo “Hijo de Dios”, porque así lo es desde toda la eternidad, Hijo de Dios y Dios en Persona, Segunda de la Trinidad, y lo condenan a causa de decir la verdad-, pero sufre también por causa de la cobardía de Poncio Pilato quien, a pesar de “no encontrar culpa” (cfr.Lc 23, 4), primero lo manda a azotar y luego, para mantener su cargo de gobierno, libera a quien es verdaderamente culpable, y entrega a Jesús a los judíos, para que éstos lo crucifiquen. En la Santa Misa, misteriosamente, se renuevan todos los episodios de la Pasión, por lo que nos encontramos frente a Jesús, que es condenado a muerte por un juez inicuo.

Fue crucificado, muerto
y sepultado. Descendió a
los infiernos.

Jesús subió a la cruz para morir por nosotros. En la Santa Misa se yergue, sobre el altar, invisible, Cristo crucificado, como en el Calvario. Pero a diferencia del Calvario, en donde su Sangre, que brota de sus heridas como de un manantial, se desliza por su Cuerpo sacrosanto hacia abajo, hasta empapar la tierra, en la Santa Misa su Sangre preciosísima, que brota de su Corazón traspasado, es recogida en el cáliz del altar, por el sacerdote ministerial, para ser derramada en los corazones de los que aman a Dios.

Al tercer día resucitó de entre
los muertos, subió a los cielos
y está sentado a la derecha de
Dios Padre Todopoderoso.
Desde allí ha de venir a juzgar a
los vivos y a los muertos.

Jesús murió el Viernes Santo, y en ese día, frío y oscuro, los hombres y toda la Creación, hacían duelo por la muerte de Dios Hijo en la cruz. El Sábado Santo, su Madre, la Virgen, lo esperaba en silencio al lado de la tumba. Y el Domingo… ¡Resucitó!
Resucitar quiere decir que Jesús estaba muerto, pero volvió a la vida, y ya no va a morir más. En la Santa Misa, misteriosamente, nos unimos al Sepulcro en el Día Domingo, Día de la Resurrección del Señor, porque lo que recibimos en la comunión sacramental no es el cuerpo muerto de Jesús el Viernes Santo, sino su Cuerpo resucitado en la madrugada del Día Domingo, lleno de la luz, de la gloria, de la vida y de la alegría divina.

Creo en el Espíritu Santo,
la Santa Iglesia católica, la
comunión de los santos, el
perdón de los pecados.

El Espíritu Santo, que en la Biblia aparece como una paloma (cfr. Mt 3, 16), es el Amor de Dios, y fue Jesús quien, por su sacrificio en cruz, nos lo donó, junto con la efusión de Sangre de su Corazón traspasado. Luego, en Pentecostés, sopló el Espíritu Santo que se apareció “como lenguas de fuego” (cfr. Hch 2, 1-4) sobre la Virgen y los Apóstoles reunidos en oración. En la Santa Misa, Jesús también sopla, a través del sacerdocio ministerial, el Espíritu Santo, para que este, como Fuego de Amor divino, convierta las ofrendas de pan y vino en el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Jesús.

Creo en la resurrección de la
carne y en la Vida eterna. Amén.

Jesús resucitó de su tumba, salió vivo, glorioso y lleno de la luz divina, y va a venir al final de los tiempos, en el Último Día, para que todos también resucitemos como Él. Pero como con este cuerpo de materia no podemos ir al cielo, Jesús convertirá nuestro cuerpo en un cuerpo glorificado, por medio de la gracia (cfr. Catecismo, 990).
En la resurrección, los cuerpos de los que hayan muerto en gracia, resucitarán glorificados, llenos de la gloria y de la vida divina, que es vida eterna. En cada Eucaristía, recibimos esta vida eterna en germen, como un anticipo de lo que será luego de la muerte corporal. Por eso es que decimos con el corazón: “Creo en la vida eterna que Jesús Eucaristía me da en cada comunión”.

(Continuará)
Sitio del P. Álvaro: “Nacer”, Niños y Adolescentes Adoradores de Cristo Eucaristía, http://infantesyjovenesadoradores.blogspot.com.ar

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