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Adoradores: «Los pocos amigos de Jesús»

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¡Señor, qué pocos somos los tuyos!

¡Cuántas veces al pasar conmigo un rato de adoración y compañía en mis sagrarios abandonados o al encontrarte en medio de reuniones o en lugares en que ni se me nombra ni se me tiene en cuenta para nada, has exclamado entre abatida y desorientada: ¡qué pocos somos, Señor, qué pocos somos los tuyos!.
¿Verdad que choca contra tu razón y contra la lógica y contra el orden y aparentemente contra la fe, el que estén en minoría y a veces bien insignificante, los de verdad servidores míos?.
Si soy la Verdad por esencia y sin Mí no tienen los hombres más que tinieblas y vicios, si soy el único Salvador y Redentor verdadero y el iluminador indeficiente y el invencible sostén de todos los débiles y el invicto Vencedor de todas las tiranías y explotaciones inicuas, si soy el Jesús de los Profetas, del Evangelio y de la historia, si Yo soy Yo, ¿no es de verdad chocante e inexplicable hasta el misterio que sean tan pocos los hombres que me conocen, y menos, mucho menos aún, los que me aman y sirven?

Y, ¡qué pocos!

Andan mis teólogos y mis ascetas inquietos preguntando y discutiendo si son más los hombres que se salvan que los que se condenan; y es de ver cómo van respondiéndose guiados hartas veces más de lo que les piden los optimismos y pesimismos de sus sentimientos, que de los dictados de la razón serena. Dejando aparte esa cuestión que aparecerá patentemente resuelta el gran día del Juicio universal, puedes estar cierta, sin miedo a que te desmientan, que en la presente vida son muchos más los que me ofenden que los que me aman y que éstos con respecto a aquéllos están en tristísima minoría.
Mira a tu pueblo, el de tu Sagrario, ¿cuántos comulgan? ¿cuántos oyen Misa? ¿ninguno? ¿muy pocos? Pues sin miedo a faltar a la caridad, puedes decir mirando a tu pueblo: ¡Señor, aquí no tienes a nadie! o ¡a casi nadie!
Extiende tu vista por los pueblos de otras Marías, tus hermanas, y de cuántos podrás decir lo mismo que del tuyo: ¡Nadie!, ¡casi nadie! Ve a la ciudad, a la ciudad llena de pueblo, recorre sus calles céntricas y sus barrios extremos, pasa por la puerta de sus teatros, cafés, cines, tabernas, círculos…, entra después en sus templos, compara el número de los que están en éstos con el de los que no están e irresistiblemente subirá de tu corazón a tu boca el grito: Señor, ¡qué pocos, qué pocos!…

¿Por qué tan pocos?

¡Qué desolación! ¡Qué misterio de aberración humana y de paciencia divina! ¿Verdad?.
Quizás una fe débil y superficial reciba escándalos y padezca desmayos de esa derrota aparente mía, pero tu fe, que como de María debe ser ilustrada y honda, debe tomar de esas mis derrotas estímulos y alientos, orientaciones y actividades.
Sí, desagraviadora de mi Corazón, dilo sin miedo aunque con pena: son muy pocos los que me sirven, como también son pocos en el mundo los puros de corazón, los abnegados del alma, los rectos de intención, los humildes, los misericordiosos, los agradecidos, los leales, los verdaderos sabios, los héroes, los mártires… El día en que éstos llegaran a ser muchos y Yo siguiera con pocos, ese día sí que era el de mi derrota verdadera; pero no temas, ¿cuándo va a llegar ese día?.
Sabe para tu gobierno y para tu paz que ya previne en mi Evangelio que los míos serían pocos, por mucho que se dilatara mi Iglesia y aun cuando llegara hasta los confines del mundo, y que a esa pequeñez por su número y a esa grandeza por su humildad, su mansedumbre, su pureza, su caridad y su abnegación, había puesto su complacencia el Padre mío en dar el Reino, el de la tierra y el del cielo, el de la tierra que tendrían siempre debajo de sus pies y el del cielo porque dentro de su gozo vivirían eternamente…
Beato Manuel González

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