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Adoradores: «El recogimiento en la adoración»

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“Sentada María a los pies del Señor escuchaba su palabra… [dice el Señor:] Una sola cosa es necesaria; María ha escogido la mejor parte” (Lc10,39.42).

El alma recogida se asemeja al piloto que con un pequeño timón dirige como quiere todo un gran buque; se asemeja al espejo de un agua tranquila y pura, donde Dios se ve con delicias, o también al espejo de plata donde Dios se fotografía en alguna manera con el resplandor de su gloria, que tan bien refleja un alma recogida a sus pies.                  ¡Cuán venturosa es esta alma amada! No pierde ni una palabra de Dios, ni un aliento de su voz, ni una mirada de sus ojos.
Trabajad, por tanto, para adquirir este precioso estado, sin el que vuestros trabajos y virtudes serán como un árbol sin raíces o como una tierra sin agua. Cada estado de vida tiene su medida y sus condiciones de felicidad.
Uno la encuentra en la penitencia, otro en el silencio, otro en el celo. En lo que atañe a los adoradores, solo pueden sentirse felices en el santo recogimiento de Dios, del mismo modo que el niño no se siente dichoso más que en el regazo de su madre y el escogido solo lo es en la gloria.

¿Cómo adquirir y conservar el santo recogimiento?

Comenzad por cerrar las puertas y las ventanas de vuestra alma; recogerse no es sino reconcentrarse de fuera a dentro en Dios; hacer acto de recogimiento es ponerse por entero a la disposición de Dios; tener el espíritu de recogimiento es vivir recogido con gusto.
No solo es necesario para el recogimiento vivir de la gracia, sino que también requiere un centro divino. El hombre no ha nacido para quedarse en el bien que hace, lo cual sería rendir un culto de idolatría a sus obras; tampoco deben ser las virtudes el fin principal, pues solo son un camino que se sigue, pero no para quedarse en él. Ni el mismo amor puede ser centro, a no ser en cuanto une con el objeto amado; de lo contrario, languidece y sufre, como la esposa de los Cantares, que busca desolada al Amado de su corazón. Donde debéis colocar el centro de vuestra vida de recogimiento es en Jesús, en Jesús del todo bueno y amable, porque solo en El hallaréis libertad sin trabas, verdad sin nubes, santidad en su propio manantial.
A vosotros, que vivís de la Eucaristía, dijo Jesucristo: “El que come mi carne y bebe mi sangre en mí mora y yo en él”. Es de notar que Jesús mora en nosotros en proporción de lo que nosotros permanecemos en El; con ser El quien nos atrae a esta unión, nos la hace desear y nos cautiva, contentándose, en lo que a nosotros nos corresponde, con que le ayudemos con nuestras escasas fuerzas. He ahí el poder y la fuerza de este santo recogimiento: es un morar recíproco, una sociedad divina y humana que se establece en nuestra alma, en nuestro interior, con Jesucristo presente en nosotros por su Espíritu.
Porque, ¿cuál es el lugar en que se verifica la unión de Jesús con nosotros? En nosotros mismos es donde se realiza esta mística alianza. La unión se hace y se ejercita en Jesús presente en mí.
Nada más cierto: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará y vendremos a él en él haremos nuestra morada” (Jn 14, 23). Y el espíritu de Jesús habita en nosotros como en un templo y nos ha sido dado para permanecer siempre con nosotros.
Por lo cual dice la Imitación: “Eia anima fidelis, praepara huic sponso cor tuum quatenus ad te venire et in te habitare dignetur: Ea, alma fiel, prepara tu corazón para que este esposo se digne venir y establecer en ti su morada” (L. II, c. 1, n. 2).

¿Por qué habrá Nuestro Señor escogido el interior del hombre                                    como centro de su unión con él?

Porque así forzado se verá el santo a entrar dentro de sí. Huía de sí mismo como se huye de un criminal, como se teme una cárcel. Tiene vergüenza y horror de sí mismo y esta es la razón por que se apega tanto a lo exterior. Pero este huir lejos del corazón hace que Dios se vea abandonado de la criatura, hecha para ser templo y trono de su amor. Como en estas condiciones no puede trabajar en el hombre ni con el hombre, para obligarle a que vuelva dentro de su alma; viene a él; viene a nosotros sacramentalmente para espiritualmente vivir en nosotros; el sacramento es la envoltura que le encierra; se rompe esta y nos da la Santísima Trinidad así como el éter encerrado en un glóbulo se difunde en el estómago, una vez deshecha la envoltura bajo la acción del calor natural. Quiere, pues, Jesucristo hacer del interior del hombre un templo, con objeto de que este no tenga que hacer largo viaje para ir a su Señor, sino que le encuentre fácilmente y a su disposición como a su dueño, modelo y gracia; para que con solo recogerse así dentro de sí mismo en Jesús, pueda en cualquier instante ofrecerle el homenaje de sus actos, el sentimiento de amor de su corazón, y mirarle con esa mirada que todo lo dice y da. Las siguientes palabras de la Imitación expresan perfectamente esta vida de recogimiento interior: “Frequens illi visitatio, cum homine interno dulcis sermocinatio, grata consolatio, multa pax, familiaritas stupenda nimis (L. II, c. 1, n. 1): Jesús visita a menudo al hombre interior; háblale frecuentemente; amorosamente le consuela y departe con él con una familiaridad inconcebible”.
¿Es posible que así ande Dios en pos de un alma y así se ponga a su disposición, que more en cuerpo tan vil y en alma tan terrenal, miserable e ingrata?
¡Y, sin embargo, es sumamente cierto!

¿Cómo alimentar y perfeccionar el santo recogimiento?

¿Cómo vivir de amor? Pues de la misma manera que se conserva el fuego, la vida del cuerpo o la luz: dando siempre nuevo alimento.
Hemos de fortalecer al hombre interior, que es Jesucristo, en nosotros, concebirlo, hacerle nacer y crecer por todas las acciones, lecturas, trabajos, oraciones y demás actos de la vida; mas para ello es preciso renunciar del todo a la personalidad de Adán, a sus miras y deseos, y vivir bajo la dependencia de Jesús presente en nuestro interior. Es preciso que el ojo de nuestro amor esté siempre abierto para ver a Dios en nosotros; que ofrezcamos a Jesús el homenaje de cada placer y de cada sufrimiento, que experimentemos en nuestro corazón el dulce sentimiento de su presencia como la de un amigo que no se ve, pero se siente como cercano. Contentaos de ordinario con estos medios; son los más sencillos; os dejan libertad de acción y de atención a vuestros deberes y os formarán como una suave atmósfera en que viviréis y trabajaréis con Dios; que la frecuencia de actos de amor, de oraciones jaculatorias, de gritos de vuestro corazón hacia Dios presente en él, acabe de haceros como del todo natural el pensamiento y el sentimiento de su presencia.

¿De dónde proviene que el recogimiento sea tan difícil de adquirirse y costoso de conservarse?

Un acto de unión es muy fácil, pero muy difícil una vida continua de unión. ¡Ay! Nuestro espíritu tiene muchas veces fiebre y desvaría; nuestra imaginación se nos escapa, nos divierte y nos extravía; uno no está consigo mismo; los trabajos de la mente y del cuerpo nos reducen a un estado de esclavitud; la vida exterior nos arrastra; ¡nos dejamos impresionar tan fácilmente en la menor ocasión! ¡Y quedamos derrotados! Esa es la razón de que nos cueste tanto concentrarnos en torno de Dios.
Para asegurar, pues, la paz de vuestro recogimiento, habéis de alimentar vuestro espíritu con una verdad que le guste, que desee conocer, ocupándole como se ocupa a un escolar; dad a vuestra imaginación un alimento santo, que guarde relación con aquello que os ocupa, y la fijaréis; pero si el simple sentimiento del corazón basta para que el espíritu y la imaginación se queden en paz, dejadlos tranquilos y no los despertéis.
A menudo nos da también Dios una gracia tan llena de unión, un recogimiento tan suave, que se desborda y derrama hasta en los sentidos: es como un encantamiento divino. Cuidado entonces con salir de esta contemplación, de esta dulce paz. Quedaos en vuestro corazón, pues sólo allí reside Dios y hace oír su voz. Cuando sintáis que esta gracia sensible se va y desaparece poco a poco, retenedla con actos positivos de recogimiento, llamad a vuestro espíritu en vuestro socorro, alimentad vuestro pensamiento con alguna divina verdad, con objeto de comprar con la virtud de recogimiento lo que Dios comenzó por la dulzura de su gracia.
Nunca olvidéis que la medida de vuestro recogimiento será la de vuestra virtud, así como la medida de la vida de Dios en vosotros.
(San Pedro Julián Eymard)

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Jesús, en Vos confío

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