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Adoradores: «Pan Vivo bajado del cielo»

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En distintas ediciones iremos publicando extractos del libro Meditaciones Eucarísticas, del cardenal Luis Villalba, arzobispo emérito de Tucumán.

En el sacramento de la Eucaristía el Señor se hace comida para el hombre.
La vida necesita alimentarse. Comemos el pan material para alimentar nuestro cuerpo. El pan que Jesús nos brinda, en cambio alimenta nuestra vida interior y es la garantía de la futura incorruptibilidad: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,54) nos dice Jesús. El alimento que El nos entrega es “pan vivo bajado del cielo… para la vida del mundo” (Jn 6,51).

Lo que el alimento material produce en nuestra vida corporal, la Eucaristía lo realiza en nuestra vida espiritual.
La comunión con el Cuerpo y la sangre de Cristo conserva, acrecienta y renueva la vida de la gracia que recibimos en el bautismo. Como el alimento corporal sirve para restaurar la pérdida de las fuerzas físicas, la Eucaristía fortalece nuestra vida cristiana que, en el trajín cotidiano, tiende a debilitarse.
La Eucaristía es el Pan de Vida, alimenta la vida cristiana. Así la Eucaristía es el pan del caminante, de los que peregrinamos por este mundo, es la comida y bebida que Jesús nos dejó para sustentarnos espiritualmente en nuestra peregrinación terrena.

Fuente de caridad fraterna

La Eucaristía es el sacramento de la caridad que, ante todo, nos revela y nos comunica el amor de Jesús, que dio la vida por nosotros.
Jesús nos amó hasta el extremo, hasta dar la vida por nosotros. El Señor dijo: “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos. Ustedes son mis amigos” (Jn 15,13-14). Y nos sigue amando hasta el extremo: nos da el don de su Cuerpo y de su Sangre.
La Eucaristía es también el sacramento de la caridad fraterna. El Concilio Vaticano II llama a la Eucaristía: “Cena de la comunión fraterna” (Gaudiun et Spes 38). El amor que recibimos de Cristo debe seguir el nuestro por nuestros hermanos. La Eucaristía así es fuente de caridad fraterna, es un banquete fraterno.

El valor de la fraternidad

Esta es la novedad del Evangelio: ser cristiano es ser Hijo de Dios. “¡Miren cómo nos amó el Padre! Quiso que nos llamáramos hijos de Dios, y nosotros lo somos realmente”, nos dice San Juan (1Jn 3,1). Pero ser cristiano no es solo comunión con Dios, sino también comunión entre los hermanos. Por eso Jesús nos dijo: “Todos ustedes son mis hermanos” (Mt 23,8).
Filiación y fraternidad son la líneas constitutivas del cristiano. La comunión fraterna se funda en la filiación divina: porque somos hijos de Dios, somos hermanos entre nosotros.
Si creemos en este misterio de la fe, que es la Eucaristía, no podemos permanecer indiferentes: el amor quiere amor. Por eso debemos escuchar siempre las palabras que Jesús pronunció, precisamente en la Ultima Cena: “les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros” (Jn 13,34). Y para esta fiesta queremos vivir la fraternidad desde la compasión.
Jesús, pastor misericordioso La misericordia o compasión ocupa un lugar privilegiado en la vida de Jesús: “Al ver a la multitud, tuvo compasión, porque estaban fatigados y abatidos, como ovejas que no tienen pastor” (Mt 9, 36).

Jesús es un pastor misericordioso.

Misericordia, que no es un sentimiento visceral, sino un movimiento del corazón, que impulsa a entregarse al prójimo para asumir sobre uno mismo su miseria y realizar obras para solucionar sus aflicciones. El tiene un corazón compasivo, sensible al mal que aflige al prójimo. Siente ternura y compasión por los más débiles: los enfermos, los pobres, los leprosos, los endemoniados.

Debemos rechazar todo lo que hiere el amor y hace sufrir al hermano, y que nuestro amor hacia los demás esa ternura, esa sencillez, esa discreción, que está llena de respeto hacia todo hombre, por pobre y mísero que sea. Debemos dejar los juicios temerarios acerca del prójimo, las críticas, las condenas, el ver únicamente los defectos ajenos.
La Eucaristía nos mueve a ser humildes y no creernos superiores a nadie; a ser mansos y no violentos para con los hombres; a estar atentos hacia aquellos que son más débiles, para poder servirlos. Es, también, fuente de fraternidad y de convivencia social; tiene una implicancia benéfica en la sociedad, en la misma convivencia temporal de los hombres.

Precisamente la Eucaristía nos hace hermanos y amigos, pacientes y solidarios, amables y atentos, solícitos y generosos. Si todavía no sabemos perdonar, si no sabemos servir, si no sabemos resolver las cuestiones sociales, si no sabemos dar a nuestras vidas su verdadera amplitud, abierta a las preocupaciones humanas, es señal de que todavía nos falta lo que Cristo recomendó más y más y aquello que más quiere de que estemos provistos: su caridad.

La amistad social que debe reunirnos supone que somos capaces de tener la iniciativa por el bien. Así, una sociedad que aspira en verdad a la reconciliación necesita ciudadanos que inicien una y mil veces, sin esperar el gesto del otro, el camino del diálogo y del encuentro fraterno.
La Eucaristía, sacramento de caridad nos potencia a servir a todos los hombres creando fraternidad en la sociedad, en todos los ambientes en que actuemos. Nos urge a vivir el amor verdadero, sincero, que se muestra por las obras, y que siendo amor universal, no excluye a nadie, como el de Cristo que murió por todos y anhela abrazar a los pobres, a los alejados, a los enemigos. Porque infunde el amor, es capaz de contribuir a la curación de las divisiones y sostener la convivencia social reconciliando a los ciudadanos.                                        Extractado de Meditaciones eucarísticas/
Luis Villalba/ Editorial Agape.

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