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Adoradores: «La educación interior de un adorador»

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vuestras adoraciones serán siempre nuevas, porque
el amor es llama siempre nueva.

La educación interior de una adoratriz consiste en aprender a vivir interiormente y a pensar, hablar y tratar con nuestro Señor. A los niños se les enseña primero a pensar bien y luego a hablar bien.
Hace falta cierta selección en los términos y cierta finura. No todos saben hablar y se necesita cierta educación para seguir una conversación. Lo cual es más verdad todavía en la vida interior, en la vida de nuestro Señor.

Una vaga piedad

No teniendo ocasión señalada y no conociendo la inclinación dominante y la gracia de vida, se piensa poco y a veces nada, contentándose con una piedad vaga y del todo exterior, que no consiste más que en prácticas. A veces sucede que se encuentran personas piadosas que no piensan ordinariamente con un pensamiento sobrenatural, religioso y divino; su vida es un círculo de donde no salen y siguiendo la costumbre practican los ejercicios piadosos, pero su corazón carece de expansión; no tienen esa vida del alma que arde, que se eleva siempre. Su ciencia interior no se extiende más allá que el medio ambiente de prácticas en que viven.

Sería desgracia muy grande para unas adoradoras habituales el no pasar de ahí. Un alma religiosa debe aspirar sin cesar a una perfección mayor. No hace progresos, si no aprende a conversar con Dios y no recibe constantemente alimento interior suficiente para renovar y aumentar sus fuerzas sobrenaturales.

Un alma que piensa y reflexiona no tiene nada que temer, sea cual fuere el sitio en que se le ponga. Desgraciadamente, podemos acostumbrarnos también a nuestro estado y limitarnos a cumplir materialmente las prácticas piadosas y tener el triste talento de llevar una vida puramente exterior en medio de las gracias de la vida eucarística.
¡Qué desdicha! ¡Qué tesoros de gracias perdidos!

Todo por el Señor

Para evitarlo, acostúmbrate a pensar bien. Sean tus pensamientos e intenciones muy claros y perfectamente caracterizados; renovadlos a menudo. Sean del todo para nuestro Señor, por nuestro Señor y con nuestro Señor en el Santísimo Sacramento. Hay que llegar a pensar en todo por la Sagrada Eucaristía: a este misterio tienen que referir todos los pensamientos, de manera que en él tomen la vida y en él terminen. Tienes gracia para ello, que esto es precisamente tu servicio interior y una necesidad para ustedes. Si no, ¿cómo adoran en espíritu y en verdad? No serían más que un cuerpo, una máquina de adoración, movida por el resorte de la regla exterior; mientras que nuestro Señor quiere un servicio actual e incesante de todo tu ser. Quiere mucho más este servicio interior que el otro, que no es más que corteza. Tienen que llegar a poner unidad en toda tu vida por el pensamiento de la Eucaristía, que encierra a nuestro Señor todo entero con su vida pasada que preparaba la Eucaristía, su vida presente que se pasa ante tus ojos y cuyas virtudes ves, su vida futura que no será sino la extensión gloriosa y a cara descubierta del sacrificio eucarístico.

La Eucaristía es de todas las fiestas y de todos los días del año; no se puede recordar nada de que no sea vivo memorial. Celebramos en la Eucaristía el amor permanente de nuestro Señor, su amor actual y vivo hasta el fin del mundo. El amor de la Eucaristía vivifica toda la religión, todos sus misterios, todas sus fiestas, todas sus virtudes y todas sus gracias, como también todos sus deberes, sacando de allí su vida y su gracia.
No debes amar nada como no sea en la Eucaristía, que debe ser tu amor final en todo. No debes amar más que a causa de ella.

Se piensa como se ama

Si amaras a nuestro Señor, pensarías en Él naturalmente, sin esfuerzo alguno. Lo encontrarías en todas partes; no pensarías más que en Él. Y esta ciencia es mejor que todos los libros y los reemplaza a todos ventajosamente. Pero para eso es necesario tenerla muy de veras en el corazón. Habitualmente el pensamiento sigue los afectos y se fija naturalmente en su objeto.

Lo triste sería que fueras como esas almas que no piensan en nuestro Señor más que cuando las azota. ¡Oh!, no obligues a nuestro Señor a que te envíe penas y tentaciones para obligarte a pensar en Él.
No sea el demonio quien te obligue a recurrir a Dios, sino la necesidad y la inclinación de tu corazón filial y de adoradores.
Mira a los apóstoles en el lago de Tiberíades. Dejaron a Cristo en un rincón de la barca; se entretenían juntos sin duda con sus redes y con su pesca, y olvidaban a su divino Señor. El desencadena entonces la tempestad y los apóstoles, asustados, corren a Él: “Salvadnos, Señor, que perecemos” (Mt 8, 25).

No obremos así. No esperemos a que el interés o el castigo nos obliguen a ir a nuestro Señor, antes vivamos en coloquio habitual con Él. Compongamos nuestra novela divina. No; digo mal; esta comparación, aunque expresa bien lo que quiero decir, es demasiado humana. Pero amemos apasionadamente y pensaremos de continuo en el objeto de nuestro amor, en todas partes le veremos y no trabajaremos sino para complacerle. Es preciso que nos perdamos en Jesús.

Sea Él, el sol que alumbre toda tu vida: está siempre bajo sus rayos y que nada escape a su luz y a su calor benéfico. Porque Él nos concede todos sus rayos, y mientras el sol material nos deja en tinieblas alumbrando el otro hemisferio, la Eucaristía condensa en sí todos los rayos divinos y nos los presenta sin interrupción alguna.
Al Oriente tienes su nacimiento; al mediodía, Nazaret; al norte, el calvario, y el sepulcro al poniente. Síguelo en todos los estados en que te ponga, ve a donde te envíe, que en todas partes lo encontrarás.

El amor tiene que ser la ciencia de tu adoración

Cuando vayas a adorar, no comiences por los libros, sino piensa por ti misma, pide al divino Maestro que te instruya. Estate segura de que una adoración hecha con todas tus flaqueza, con todas tus miserias, vale más que todo lo que pudiera tomar de los libros, porque aquello es tuyo.
Los libros son excelentes para ayudar cuando el espíritu anda tan extraviado, o se encuentra tan impotente, que nada se puede conseguir de él. Pero en el estado ordinario de tu vida no recurras tan fácilmente a este medio. En realidad se toma las más de las veces un libro, porque no se tiene ánimo para sufrir las sequedades y los hastíos.

La experiencia enseña que Dios pone muchas veces el entendimiento en la imposibilidad de discurrir y de reflexionar. ¿Por qué? Porque somos charlatanes por naturaleza; quisiéramos hablar siempre con Él. Por eso Dios nos cierra el entendimiento y parece como que nos dice: Métete en tu corazón.
Si en estos estados, en lugar de razonar, de buscar medios y explicaciones en nuestra razón, dijéramos sencillamente: Dios mío, te ofrezco mi miseria, mi sequedad, en fin, todo lo que soy, un abismo de miseria, ¡oh!, entonces heriríamos el corazón de Dios, quien podría decir: “He aquí un alma que me ama a mí más que su placer y la dulzura de mis gracias”.
Ama, por tanto, y piensa que en esto consiste toda la vida interior.

Si aprendes a pensar, si tienes ánimo para pensar con perseverancia en nuestro Señor y para hablar con Él, no sólo en el reclinatorio, sino también en el desempeño de tus tareas, nunca habrás experimentado gusto semejante. Entonces se sueña en Dios y se lo ama en todo y por todas partes: el alma se eleva a Dios en el descanso, sin esfuerzo, porque el pensamiento está siempre fijo en Él; parece que se cierne, no se le nota aleteo alguno.

Di, pues, a Dios los sentimientos de tu alma, y sabrás decir bien si le amas. Entonces tus adoraciones serán siempre nuevas, porque el amor es llama siempre nueva.
San Pedro Julian Eymard

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