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Adoradores: «Sufrió por nosotros ¿por qué?»

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Jesucristo no contento con decir: “desearía rescatar al mundo” lo ha rescatado al precio
de los más grandes sacrificios.

Al comenzar cada meditación frente al Santísimo es necesario reanimar nuestra fe preguntándonos: ¿quién es el que sufre? ¿qué obligación tenía de sufrir?
Timoteo (6,15) hablando de las bienaventuranzas, llama a Dios el único feliz y poderoso. Y con razón porque toda la felicidad de que podemos gozar nosotros, sus criaturas, es sólo una mínima participación de la felicidad infinita de Dios.

La felicidad de los elegidos consiste en sumergirse en el inmenso océano de la beatitud divina (Mt, 25,31). Tal es el paraíso que Dios da al alma fiel, cuando entra ella en posesión del reino eterno.
Dios, creando al hombre y estableciéndolo sobre la tierra, no quiso al principio que tuviera que sufrir y lo puso en un lugar de delicias (Gn 2,15), desde donde debía pasar al cielo, para gozar ahí eternamente de la gloria de los bienaventurados. Pero en cambio, el hombre, se hizo indigno del paraíso terrenal y se cerró las puertas del paraíso celestial, condenándose él mismo voluntariamente a la muerte y a los sufrimientos eternos.

¿Qué hizo entonces el Hijo de Dios para librar al hombre de tan grande desgracia? De feliz, de grandemente feliz que había sido siempre, quiso hacerse en cierto modo, desgraciado, consintiendo en ser afligido y perseguido.
¿Qué obligación tenía el Hijo de Dios de sufrir por nosotros y de expiar nuestras faltas? Ninguna. Si sufrió, es porque así lo quiso, como nos lo dice el profeta Isaías (53, 7). Si ha expiado nuestras faltas, es porque ha querido cargar con ellas para librarnos de la condenación eterna; es su voluntad, es su pura bondad, es su corazón amantísimo quien lo ha obligado a cargar con nuestras deudas y a sacrificarse enteramente por nosotros hasta expiar en los tormentos.

El mismo lo ha declarado: “Doy mi vida … nadie me la arranca, sino que yo la doy de mi propia voluntad” (Jo 10, 17).
Hacía más de 33 años que Jesús estaba sobre la tierra, cuando una tarde se fue al Huerto de los Olivos, y ahí se vio a la alegría del Paraíso, al gozo de los Ángeles, a la beatitud misma, caer en la más amarga de las aflicciones. Empezó a entristecerse y a angustiarse (Mt 26,37).

Meditemos con fe, por una parte, la beatitud eterna e infinita del Hijo de Dios, y, por otra, el amor inmenso que lo obligó a sufrir voluntariamente la sangrienta agonía del Huerto de los Olivos, y nos veremos forzados a exclamar, pasmados de admiración: ¡Oh anonadamiento de un Dios! ¡Oh amor de un Dios!

Por nuestro rescate

Notemos aquí que Jesucristo, no contento con decir: “desearía rescatar al mundo” lo ha rescatado realmente y al precio de los más grandes sacrificios. Tal debe ser nuestra conducta respecto de nuestra salvación y de nuestra perfección.
No basta decir “querría salvarme, querría santificarme”. Esos son los deseos ineficaces que de nada sirven; porque, ¿a cuántos se oye decir: “querría… querría”?, pero que al mismo tiempo no llenan las obligaciones de su estado presente, no practican la oración, descuidan la comunión, aman el mundo y sus vanidades, sufren con poca paciencia, cometen diariamente faltas con ánimo deliberado, mortifican poco sus pasiones y no tratan de corregirse.
No digamos pues “querría”… sino más bien “quiero”, “haré lo que Dios quiera y exija de mí”. Lo haré hoy, lo haré mañana y lo haré siempre. Obrar así es volar al cielo y a la perfección.

Ahora digámosle

Ah, Señor mío, puesto que Vos, que eres la inocencia misma, que eres mi Dios has aceptado con amor una vida y una muerte tan penosa, yo acepto por Tu amor, oh Jesús Mío, todas la penas que me vengan de tu mano; las acepto y las abrazo, porque ellas me vienen de esas manos que han sido traspasadas por librarme del infierno eterno que tantas veces he merecido. El amor que me has manifestado, Redentor mío, ofreciéndote a sufrir por mí, me obliga a aceptar por Vos, todos los sufrimientos y todos los desprecios.

Señor, por Tus méritos, dame Tu amor, tu amor me hará dulces y amables todos los dolores y todas las ignominias. Te amo sobre todas las cosas, te amo con todo mi corazón, te amo más que a mí mismo. Haz que emplee el resto de mis días en darte muestras de mi amor; Porque no me atrevería a comparecer ante Tu tribunal tan pobre como soy, no habiendo hecho nada por Tu amor. Pero ¿qué puedo hacer sin Tu gracia?. Sólo me atrevo a pedirte que me ayudes, y ésta súplica misma es un efecto de Tu gracia.
Jesús mío, socórreme por los méritos de tus sufrimientos y de la sangre que has derramado por mí.

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Jesús, en Vos confío

 

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