Lo que es un milagro de Jesús
¿Tú sabes lo que son y cómo son mis milagros? ¡Los míos! ¡Los del Testamento Nuevo!.
Los hombres los suelen mirar como espléndidas ostentaciones de mi poder; y eso principalmente eran mis milagros del Testamento Antiguo. Pero ahora que Dios se ha hecho hombre para hacer a los hombres Dios, un milagro mío no es sólo poder, y ya lo necesita infinito, es también amor, y si en mis atributos cupieran el más y el menos, te diría que es más amor que poder. Un milagro mío más que explosión de volcán que arrasa, quema y asola, es estallido de beso, que abrasa y no quema; más que torrente de fuerza devastadora, es gota de lágrima que borra, ablanda y limpia; más que fulgor de rayo que deslumbra y ciega, es mirada que rinde y enloquece…
Para tu lenguaje, te diré que, cuando Yo hago un milagro, no se me queda cansada la mano, aunque haya tenido que dar con ella de comer pan milagroso a miles de hambrientos, sino ¡el Corazón! ¡Ése, ése es el que hace mis milagros! Ése es el que si pudiera cansarse se quedaría cansado después de cada milagro.
La amargura del milagro no agradecido
Y ahora comprenderás mejor la amargura de aquella mi pregunta y queja de los nueve curados que no volvieron.
No volver a darme las gracias y estarse conmigo era dejarme, como me cantaba el poeta, con el pecho del amor muy lastimado.
Como se les quedará a las madres que no pueden mirar ni besar a sus hijos, ni derramar sobre ellos una lágrima porque no vienen a verlas…
Y ya te he dicho que mis milagros son eso: miradas, besos, lágrimas de infinito Amador…
Mal está y me hiere mucho el que me dejen solo los hombres del mundo que apenas me conocen: ¡me deben tanto todos!
Pero ¿pasar también porque me vuelvan las espaldas hasta los mismos que acaban de recibir ¡un milagro mío…!?
¿Qué corazón es ése que estiláis los hombres conmigo? Cada Comunión que se da y cada minuto que pasa de presencia real mío en cada Sagrario son otros tantos milagros míos, y ¡de los más grandes!
¿Pueden contarlos? ¡Imposible!
¡Qué pena! Tan imposible es también contar el número de espaldas que ¡cada minuto se me vuelven!. Ya no puedo preguntar como en el Evangelio: ¿y los otros nueve?.
¡Ya no son nueve los que faltan! ¡Son incontables!
Y al llegar aquí déjame que te diga una palabra de agradecimiento a ti, que me visitas en donde nadie me visita: que gracias a ti puedo permitirme seguir en muchos Sagrarios exhalando mi queja del Evangelio.
Cuando tú vas tengo a quien preguntar: ¿Y los otros, en dónde están?. Y a esa pregunta que sin ruido de palabras te hago, tú me respondes con los desagravios de tu amor reparador y, sin que me lo digas con la boca, oigo que me dices con tus lágrimas:
Yo estoy aquí, por ellos
Solos aquí en el Sagrario Yo, tu Jesús, y tú, mi querida adoradora, y en la intimidad de estas mis confidencias quiero depositar una queja que mi Corazón tiene con no pocos de los que me sirven y andan conmigo.
El Evangelio, tampoco es tenido en cuenta. ¡Hacen tan poco caso de mi Evangelio! Lo leen, es verdad; lo creen, algunos hasta lo meditan, pero… te repito, ¡hacen tan poco caso de lo que leen, creen y meditan!.
Unas veces salen con que aquello que digo o hago es sólo para que se lo apliquen los pecadores empedernidos o las almas de elección; otras, con que aquello es bueno y hacedero de vía extraordinaria, pero no ordinaria; ora que aquellos hombres y
aquellos tiempos eran otros hombres y otros tiempos; ora me ponen tan lejos en tiempo y en distancia, que lo cierto es que, porque unos no se tienen por tan malos o tan buenos, porque otros no se crean llamados a vías extraordinarias y porque casi ninguno vive persuadido de que sigo viviendo y siendo el mismo en el Sagrario, mi Evangelio no acaba de entrar en la vida y en la piedad de muchos hijos míos.
¿Te extraña esta mi queja? ¿No habías parado mientes en esa falta de Evangelio, no ya de los impíos, como es natural, ni aun de los cristianos indiferentes, sino de las almas piadosas?.
Pues tan justa es mi queja como cierto el motivo que la produce.
Lo conocido que debiera ser
Después de la claridad con que hablé en mi Evangelio, de la paciencia con que respondía una y muchas veces a las dudas de buena fe de mis discípulos y hasta a las de mala fe de mis enemigos, de la publicidad que di a mi vida y a mis milagros y a mis predicaciones…
Después de haber enviado al Espíritu santo, para que enterara del todo a los que me habían oído…; después de constituir mi Iglesia infalible e indefectible para que estuviera repitiendo siglos tras siglos mi palabra al mundo; después de haber creado Obispos y sacerdotes sin número que fueran “Evangelios” con pies…
Después de tanto anunciar mi Evangelio, todavía me encuentro con que los hombres del mundo, ¿qué digo del mundo? ¡de mi casa y de mi fe!, siguen teniendo paralíticos del cuerpo y del alma incurables sin traérmelos al Sagrario para que se los cure; deseando mandar para ser servidos y no servir ellos como Yo mandé y mando; empeñados en hacerse grandes despreciando el hacerse niños, como Yo me hice y me sigo haciendo en mi vida de Eucaristía o de Dios abreviado…
¡Me da una pena el ver agitarse en torno mío a los que amo, unas veces andando a tientas como si estuvieran a oscuras, otras retorciéndose de dolor como si sus males no tuvieran cura y muchas y muchas veces mendigando en puerta ajena lo que con sólo abrir la boca tendrían a raudales en la casa propia!
¡Mendigos de luz, de medicina, de consuelo, de cariño, de solución con mi Evangelio a un lado y mi Sagrario al frente!
¿Verdad que es justa, justísima mi queja del Evangelio? Si os digo la verdad ¿por qué no me creéis?
¿Verdad que puedo seguir repitiendo delante de esos cristianos no enterados del Evangelio ni conformados con él: si mi Evangelio es la verdad de ayer y de hoy y de siempre y de todos los hombres, ¿por qué no lo creéis?…
San Manuel González/ Adaptación
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Jesús, en Vos confío