Contemplándola, comprendemos mejor el valor relativo de las grandezas
terrenas y el pleno sentido de nuestra vocación cristiana.
La liturgia de la Asunción de la Virgen Santísima nos presenta la resplandeciente imagen de María elevada al cielo en la integridad del alma y del cuerpo. En el esplendor de la gloria celestial brilla la Mujer que, en virtud de su humildad, se hizo grande ante el Altísimo hasta el punto de que todas las generaciones la llaman bienaventurada (cf. Lc 1, 48).
Ahora se halla como Reina, al lado de su Hijo, en la felicidad eterna del paraíso y desde las alturas contempla a sus hijos.
Con esta consoladora certeza, nos dirigimos a Ella y la invocamos pidiéndole por sus hijos: por la Iglesia y por la humanidad entera, para que todos, imitándola en el fiel seguimiento de Cristo, lleguen a la patria definitiva del Cielo.
María, la primera entre los redimidos por el sacrificio pascual de Cristo, resplandece hoy como Reina de todos nosotros, peregrinos hacia la patria inmortal. En Ella, elevada al Cielo, se nos manifiesta el destino eterno que nos espera más allá del misterio de la muerte: un destino de felicidad plena en la gloria divina.
Esta perspectiva sobrenatural sostiene nuestra peregrinación diaria. María es nuestra Maestra de vida.
Contemplándola, comprendemos mejor el valor relativo de las grandezas terrenas y el pleno sentido de nuestra vocación cristiana.
Desde su nacimiento hasta su gloriosa Asunción, su vida se desarrolló a lo largo del itinerario de la fe, la esperanza y la caridad. Estas virtudes, que florecieron en un corazón humilde y abandonado a la voluntad de Dios, son las que adornan su preciosa e incorruptible corona de Reina. Estas son las virtudes que el Señor pide a todo creyente, para admitirlo a la misma gloria de su Madre.
Homilía de san Juan Pablo II
(Vaticano, 1997) adaptación
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Jesús, en Vos confío