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Deberes para con la sagrada Eucaristía: «Misterio oculto»

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La Eucaristía, noble pasión del corazón

La felicidad del hombre está en su amor apasionado. Todo hombre tiene una pasión que se convierte en vida. Esta real pasión del corazón es inspiración de sus pensamientos, cuadro vivo de su imaginación, deseo violento de su voluntad, el objeto ardientemente anhelado en todos sus sacrificios. Nada le cuesta a la pasión adorada, nada le parece imposible, tener que aguardar es delicioso tormento.

Sólo una pasión divina puede beatificar el corazón del hombre y volverle bueno y generoso: la noble pasión de la divina Eucaristía.

No hay cosa que pueda compararse con el ímpetu y la fuerza del alma que busca y suspira por el amado. Su dicha consiste en desearle y en ir en pos de Él. En la Eucaristía, Jesús se oculta para que sea deseado, se oculta para dejarse contemplar; se hace misterio para estimular y aquilatar el amor. La sagrada Eucaristía viene a ser así alimento siempre nuevo y poderoso para el corazón que abrasa. Algo de lo que sucede en el cielo pasa entonces; siéntese igual hambre y sed de Dios, hambre y sed siempre vivas y siempre satisfechas; el alma amante penetra en lo más hondo del amor divino y descubre siempre nuevas riquezas, mientras Jesús se le va manifestando gradualmente para más pura y fuertemente atraerla.

¡Oh, feliz aquel a quien la santa pasión de la Eucaristía inspira y enciende; feliz mil veces quien no vive más que por el amado, como la esposa de los Cantares, y quien en todas las cosas no ambiciona otra cosa que su reinado eucarístico! Bien puede el tal decir con san Pablo: Ya no soy yo quien vivo, sino que vive en mí Jesucristo (Gal 2, 20). Si exprimirse pudiera toda la substancia de esta alma, saldría una hostia, Jesús Sacramentado es su vida.

Del servicio y culto eucarísticos

El servicio eucarístico de nuestro señor Jesucristo es el primer deber de la vida del adorador.
Para ser perfecto, este servicio debe tener tres cualidades: debe ser servicio soberano, servicio de amor y servicio litúrgico. Más adelante trataremos de esta tercera condición; hablemos aquí de las dos primeras.

1.º Servicio soberano. –Debe anteponerse a cualquier otro servicio, porque es el servicio del soberano Señor, es el cumplimiento de la ley de Dios y el fin de la vida del hombre: “Adorarás al señor tu Dios y a Él sólo servirás” (Mt 4,10).
Esta es la razón por que en el altar de la exposición se suspende cualquier otro culto y se cubren las imágenes.

Dios está en su trono de amor para ser único centro de todas nuestras adoraciones y de todos nuestros corazones.
El servicio eucarístico demanda que el adorador sirva a su Señor como se sirve a un rey, por puro deber, como se sirve a un padre, por puro amor. Servirle debiera ser el mayor y más apetecido galardón del hombre, el que mayor placer le procurara, porque no es admitido cualquiera para servir a la persona del soberano.

Todo lo que el adorador es y posee, su entendimiento, su corazón, su voluntad y sus sentidos, deben servir a Jesucristo, que es fin de todo el hombre y quiere que se le rinda homenaje con todo el ser para en sí mismo glorificar a todo hombre.
Cuando menos el cristiano debe a Jesucristo el servicio que se tributa a los reyes de la tierra, a quienes se sirve sin más recompensa que la del deber y de la gloria de servirles, a quienes como a más dignos se ofrece cuanto de precioso y de más digno hay. Así que el cristiano debe prestar a Jesucristo un servicio regio, debe rendirle homenaje con todas sus cualidades, con su ciencia, su arte, sus facultades y con su mismo ser.

Los servidores empleados en el servicio de la persona del mismo rey son los más honrados. Servir a la persona adorable de Jesucristo es compartir la felicidad de la santísima Virgen, madre suya; de san José su fidelísimo custodio, es estar asociado a la gloria de los ángeles. “Quién me sirva será honrado de mi Padre”, tiene dicho el salvador. ¿Puede servirse a mejor amo que a Jesucristo, ni a mayor rey que al rey de los cielos y de la tierra?
(Continúa en la próxima edición)

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