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Deberes para con la sagrada Eucaristía: «Tres bienes»

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Lo que hace falta para progresar y perseverar en las virtudes.

Para progresar en las virtudes el cristiano necesita tener presente su modelo; necesita una fuerza actual y siempre creciente, un amor que le excite y sostenga. Ahora bien, sólo en la Eucaristía se encuentran de un modo perfecto tres bienes. El primero lo hemos visto la semana anterior. Meditaremos el segundo y tercero en esta tercera semana.

Dulzura y unción interior

Al ejemplo de Jesús se junta la gracia. Para tornarnos fácil y amable la virtud nos viene por la comunión, mediante la cual se injerta en nuestra corrompida naturaleza y se nos une para comunicarnos su sabiduría, su prudencia y su divina fuerza. Después de comulgados, los confesores de la fe eran atletas invencibles y hablaban con irresistible elocuencia. ¡Cómo habían recibido al Dios de verdad y de fortaleza…!

Para progresar y perseverar en la virtud hace falta, además de fuerza, dulzura y unción interior que nos la vuelva atrayente y amable. “Mi yugo es suave y mi peso ligero”, dijo Jesús. Y principalmente en la sagrada Eucaristía es donde las virtudes embeben la suavidad de Jesús. Las virtudes por la Eucaristía sostenidas son más amables que las demás. La virtud de quien comulga es de ordinario sencilla, feliz y celestial cual si se transparentara la virtud interior de Jesús.

Los rayos del sol son hermosos porque son una emanación del mismo sol. Al contrario, la virtud del cristiano que no comulga tiene cierto carácter austero, severo y desalentador; es una virtud de campo de batalla, en lucha con el enemigo armado de fuerza y de rigor: no es amable. La sagrada Eucaristía es suavidad de las virtudes, suavidad tanto mayor cuanto el amor es más puro y abnegado.

Todo entero y personalmente

El amor es, en efecto, el que sostiene y perfecciona la virtud. La virtud sigue el grado del amor, de suerte que el amor perfecto es virtud consumada, don total de sí a Jesús. Así es cómo el cristiano aprende a darse en la comunión, donde Jesús se le da todo entero y personalmente.

Porque el amor es maestro muy hábil; tiene fuerzas invencibles; presto es purificado y transformado el hombre en Jesús bajo su acción poderosa. Nada le cuesta al amor; sufrir es su placer; las grandes cosas le hacen palpitar el corazón de gozo. Por manera que los mayores sacrificios son para el adorador alimento glorioso de su amor a Jesús, una compensación por tantos dones recibidos. El noble discípulo del Salvador va cada mañana, o a lo menos a menudo, a la sagrada mesa para pertrecharse de armas cristianas, de municiones de guerra, de fuego divino, y de ahí parte para los combates del amor.

La Eucaristía, fin del celo del cristiano

Conocer, amar y servir a Jesús en el santísimo Sacramento: he aquí lo que tiene que hacer el verdadero adorador.
En hacer que sea conocido, amado y servido en su estado sacramental: ahí se manifiesta el verdadero apóstol de la Eucaristía. El apóstol que se limitara a mostrar a Jesús en Belén sería una estrella o quizá un ángel; quien de lejos le señalase en la vida pasada sería un Juan Bautista, que no muestra más que a Jesús viajero. El apóstol de la Eucaristía muestra a Jesús vivo, lleno de gracia y de verdad en su trono de amor.

La verdad de Jesús no es perfectamente entendida sino cuando se la ve en la Eucaristía, así como en la fracción del pan conocieron al Salvador los discípulos de Emaús. La verdad divina en la Eucaristía recibe su última gracia porque aquí es donde el mismo Jesús habla, la revela y se manifiesta a sí mismo, y nada iguala a la luz del sol.

El amor de Jesús no es bien apreciado sino en la sagrada comunión, cuando la misma alma se pone bajo la acción de este fuego divino. El fuego no es cosa que se define, sino que se siente. Nuestro Señor reveló a los apóstoles el evangelio de su amor después que hubieron comulgado, porque sólo entonces podían comprenderle.

Sólo en la sagrada comunión puede gustarse el amor de Dios, y al estar conmovida con el amor eucarístico es cuando el alma aprende a amar, a darse a Dios, a consagrarse a su gloria como los confesores de la fe.
Por eso, hacer que Dios en la Eucaristía sea conocido, amado y recibido dignamente es el oficio más santo de un apóstol. La obra apostólica por excelencia es enseñar la doctrina cristiana a los ignorantes y prepararlos a la primera comunión, a recibir los sacramentos. Porque un alma que ama a Jesucristo, que tiene hambre de Él, casi no necesita otro auxilio, porque ha hallado vida, y vida superabundante que brota hasta la vida eterna, donde tiene su manantial.

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