El misterio de la Cruz nos ennoblece sin medida, y estaba predestinado por el amor de Dios antes de la venida de Cristo.
El coro de la Tradición cristiana, a lo largo de los siglos, continúa cantando con muchas voces diferentes un mismo canto de gloria, gratitud y alabanza a la Cruz de Cristo.
San Pedro Crisólogo (+450)
Obispo de Ravena, notable predicador, Doctor de la Iglesia, fidelísimo a la Sede de Pedro: “por el bien de la paz y de la fe, no podemos escuchar nada que se refiera a la fe sin la aprobación del Obispo de Roma”. En el texto que sigue contempla el misterio de la Cruz en los cristianos.
“’Os exhorto, por la misericordia de Dios, nos dice san Pablo, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva‘ (Rm 12,1). El nos exhorta, o mejor dicho, Dios nos exhorta, por medio de él. El Señor se presenta como quien ruega, porque prefiere ser amado que temido, y le agrada más mostrarse como Padre que aparecer como Señor. Dios, pues, suplica por misericordia para no tener que castigar con rigor.
Y escucha cómo suplica el Señor: ‘mirad y contemplad en mí vuestro mismo cuerpo, vuestros miembros, vuestras entrañas, vuestros huesos, vuestra sangre. Y si ante lo que es propio de Dios teméis, ¿por qué no amáis al contemplar lo que es de vuestra misma naturaleza? Si teméis a Dios como Señor, ¿por qué no acudís a El como Padre?
Pero quizá sea la inmensidad de mi Pasión, cuyos responsables fuisteis vosotros, lo que os confunde.
No temáis. Esta cruz no es mi aguijón, sino el aguijón de la muerte. Estos clavos no me infligen dolor, lo que hacen es acrecentar en mí el amor por vosotros. Estas llagas no provocan mis gemidos, lo que hacen es introduciros más en mis entrañas. Mi cuerpo al ser extendido en la cruz os acoge con un seno más dilatado, pero no aumenta mi sufrimiento. Mi sangre no es para mí una pérdida, sino el pago de vuestro precio. Venid, pues, retornad y comprobaréis que soy un padre, que devuelvo bien por mal, amor por injurias, inmensa caridad como paga de las muchas heridas’.
Pero escuchemos ya lo que nos dice el Apóstol: ‘os exhorto a presentar vuestros cuerpos’. Al rogar así el Apóstol eleva a todos los hombres a la dignidad del sacerdocio: a presentar vuestros cuerpos como hostia viva. ¡Oh inaudita riqueza del sacerdocio cristiano: el hombre es, a la vez, sacerdote y víctima! El cristiano ya no tiene que buscar fuera de sí la ofrenda que debe inmolar a Dios: lleva consigo y en sí mismo lo que va a sacrificar a Dios.
Tanto la víctima como el sacerdote permanecen intactos: la víctima sacrificada sigue viviendo, y el sacerdote que presenta el sacrificio no podría matar esta víctima. Misterioso sacrificio en que el cuerpo es ofrecido sin inmolación del cuerpo, y la sangre se ofrece sin derramamiento de sangre. ‘Os exhorto, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva’…” (Sermón 108: ML 52, 499-500. Liturgia de las Horas, martes IV Pascua).
San Anastasio de Antioquía (+598)
Monje palestino, obispo patriarca de Antioquía. “Cristo dijo a sus discípulos, a punto ya de subir a Jerusalén: ‘mirad, estamos subiendo a Jerusalén y el Hijo del hombre va a ser entregado a los gentiles y a los sumos sacerdotes y a los escribas, para que lo azoten, se burlen de El y lo crucifiquen’ (Mc 10,33-34).
Esto que decía estaba de acuerdo con las predicciones de los profetas, que habían anunciado el final que debía tener en Jerusalén. Las Sagradas Escrituras habían profetizado desde el principio la muerte de Cristo y todo lo que sufriría antes de su muerte; como también lo que había de suceder con su cuerpo, después de muerto. Con ello predecían que este Dios, al que tales cosas acontecieron, era impasible e inmortal. Y no podríamos tenerlo por Dios, si, al contemplar la realidad de su encarnación, no descubriésemos en ella el motivo justo y verdadero para profesar nuestra fe en ambos extremos: a saber, en su pasión y en su impasibilidad; como también el motivo por el cual el Verbo de Dios, que era impasible, quiso sufrir la pasión, porque era el único modo como podía ser salvado el hombre…
‘El Mesías, pues, tenía que padecer’, y su pasión era totalmente necesaria, como El mismo lo afirmó cuando calificó de hombres sin inteligencia y cortos de entendimiento a aquellos discípulos que ignoraban que el Mesías tenía que padecer para entrar en su gloria (Lc 24, 25-26). Porque El, en verdad, vino para salvar a su pueblo, dejando aquella gloria que tenía junto al Padre antes que el mundo existiese. Y esta salvación es aquella perfección que había de obtenerse por medio de la pasión, y que había de ser atribuida al guía de nuestra salvación, como nos enseña la carta a los Hebreos, cuando dice que El es ‘el guía de nuestra salvación, perfeccionado y consagrado con sufrimientos’.” (Sermón 4,1-2: MG 89,1347-1349. Liturgia de las Horas, martes octava Pascua).
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Jesús, en Vos confío