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Adoradores: “Vamos al sacrificio de Jesús”(VI) (Continuación)

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Silencio

Cuando entonemos el Aleluya, nos acordemos de nuestros ángeles custodios, que se alegran ante Dios y, llenos de “santa envidia” por su gozo, pidámosle que nos contagien un poco de él, para que también nosotros exultemos de felicidad por la hermosura de Dios Trinidad.
Pero hay algo más que debemos saber con respecto a los ángeles, y es que, además de alegrarse por la visión de la hermosura del ser trinitario de Dios, los ángeles se alegran por otra cosa más, y es por los pecadores que se convierten. Así lo dice el Evangelio: “Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, que por cien justos que no necesitan conversión” (cfr. Lc 15, 7) . Y ese pecador que tiene que convertirse, para dar alegría al Cielo, somos todos y cada uno de nosotros, porque somos pecadores.
Esta parte de la misa, entonces, nos tiene que llevar a hacernos esta pregunta: ¿cómo estará nuestro ángel? Seguro que feliz, porque contempla a Dios Trino, pero, ¿estará feliz por nosotros? ¿O seremos nosotros los que le damos una ocasión de quitarle un poco de su alegría cuando se acerca por nuestro mundo, cuando ve que no buscamos la santidad y la vida de la gracia?.
Tenemos la libertad de hacer que nuestro ángel se sienta alegre, si deseamos la conversión y si luchamos por vivir en gracia, o triste, si no buscamos la conversión. Ahora, si vivimos en gracia, nuestro ángel nos hará participar de su alegría de ver a Dios Trino por la eternidad, como un anticipo de esa misma alegría que vamos a tener nosotros si vamos al Cielo. Acudamos a misa en gracia, para participar plenamente de la felicidad y de la alegría de Dios Trino, la misma felicidad y alegría que experimentan nuestros ángeles custodios.

Proclamación del Evangelio y homilía

Antes de la aclamación y de leer el Evangelio y mientras se persigna, el sacerdote reza una oración secreta –“secreta quiere decir que la reza en voz muy baja y que solo la escucha él y Dios- en la que pide la purificación de sus labios, pero ante todo del corazón: “Purifica mi corazón y mis labios, Dios todopoderoso, para que anuncie dignamente tu Evangelio”. Esto lo hace porque el sacerdote sabe que él es un pecador y que el Evangelio que está por leer y explicar no es algo que haya sido imaginado por los hombres, ni siquiera por los ángeles, sino que es la Palabra misma de Dios, que es Tres veces Santo. Cuando finaliza la lectura, besa el leccionario en señal de su amor a Jesucristo, que es la Palabra de Dios, que se ha hecho presente por la lectura. Con respecto al Evangelio que lee el sacerdote, dice san Agustín: “La palabra de Cristo no es menos que el Cuerpo de Cristo”; esto quiere decir que en la misa alimentamos nuestra alma con el Pan de la Palabra de Dios, leída y explicada por el sacerdote, y también con el Pan Eucarístico, que es la Palabra de Dios que se ha convertido en la Carne del Cordero de Dios. Por lo tanto, debemos escuchar el Evangelio no de cualquier manera, y mucho menos distraídos, sino que debemos escucharlo con verdadera “hambre” de la Palabra de Dios, para que nos sea de mucho provecho espiritual.
Para poder aprovechar mejor todavía esta parte de la misa, podemos también pensar en lo siguiente: si supiéramos que el presidente de la Nación, o un futbolista muy famoso –el más famoso de todo el mundo-, o un cantante también famoso, nos escribiera una carta dirigida personalmente a cada uno de nosotros, ¿no escucharíamos acaso la lectura de esta carta con mucha atención, sólo por tratarse del presidente, o de un futbolista, o de un cantante reconocidos?
Por supuesto que escucharíamos con mucha atención y también con amor, porque querríamos saber qué es lo que nos están diciendo personalmente. Pues bien, dice san Agustín que la Sagrada Escritura –que es lo que se lee en la Santa Misa, en la Liturgia de la Palabra- es “una carta escrita personalmente para todos y cada uno de nosotros”; entonces, si Dios mismo en persona me escribe una carta –que es la Escritura- y el sacerdote la lee para mí en la Santa Misa, ¿acaso voy a estar
distraído, pensando en vaya a saber qué cosa, para quedarme sin saber qué es lo que Dios, con su Sabiduría y su Amor infinitos, me está diciendo? Entonces, cuando el sacerdote diga: “Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo según…”, dejemos de lado cualquier pensamiento que nos pueda distraer, y prestemos mucha atención a la Palabra de Dios, pero sobre todo, dispongamos nuestros corazones para que la Palabra de Dios entre en ellos y los alimente, así como la savia de la vid entra en el sarmiento y lo alimenta, para que pueda dar frutos exquisitos.
Luego de leer el Evangelio del día, todos los que están en el templo se sientan y el sacerdote comienza a explicar la lectura por medio de un discurso –de breve duración- llamado “homilía”, para que así seamos capaces de entender el mensaje de verdad y amor que Dios nos da por medio de las Escrituras. Aquí el sacerdote se parece a Moisés, que bajando desde el Monte Sinaí, tiene la misión de dar al Pueblo Elegido las Tablas de la Ley (cfr. Ex 31, 18) que, en resumidas cuentas, lo único que nos piden a los hombres es el amor a Dios y al prójimo; o también hace las veces del mismo Jesucristo, quien anuncia en la sinagoga la Buena Noticia del Reino en su Persona (cfr. Lc 4, 14-22a). Cuando el sacerdote pronuncie la homilía, pensemos que somos el Pueblo de Dios, que está delante de Moisés, o pensemos también que estamos delante del mismo Jesús, que nos habla del Amor que el Padre nos tiene, a través del sacerdote, y abramos nuestros corazones a la homilía que viene de parte de Dios.

Profesión de fe

En esta parte de la Misa rezamos una oración muy especial y muy importante, llamada “Credo” o también “Símbolo de los Apóstoles”, por la cual recitamos, públicamente, los “grandes misterios de la fe” , llamados así por haber sido revelados por Nuestro Señor Jesucristo. ¿Cuáles son estos “misterios de la fe”? Por ejemplo, que Dios es Uno y Trino, que el Hijo de Dios es tan Dios como Dios Padre, que el Espíritu Santo es tan Dios como el Padre y el Hijo, y que Jesús es verdadero Hombre y verdadero Dios.
Si alguien nos preguntara: “¿En qué tengo que creer, y que oración tengo que rezar, para llegar al Cielo?”, nosotros le tendríamos que decir: “Para ir al Cielo, además de vivir y morir en gracia, no hace más falta que rezar una sola oración, el Credo, y creer firmemente en lo que esa oración dice”.
¡Cómo será la importancia de esta oración, que –además de la gracia- basta con rezarla y creer en lo que ella dice, para ir al Cielo!
Esto que decimos no lo inventamos nosotros, sino que es la realidad: es lo que le pasó a los jóvenes mártires de Uganda, quienes fueron asesinados en el año 1885 en África . ¿Qué sucedió en ese entonces? Sucedió que el rey –que era pagano- dictó una severa ley por la que no solo prohibía hacer oración, sino que condenaba a la cárcel y también a la muerte a quienes fueran sorprendidos haciendo oración. Todos los cristianos del país comenzaron a ser perseguidos inmediatamente, y muchos de ellos fueron encarcelados y luego guillotinados. ¿Cómo comenzó la persecución? Comenzó cuando un servidor del palacio, católico, san José Mkasa, le reprochó al rey por su conducta antinatural y por haber matado al misionero protestante James Hannington, junto con todos los miembros de su caravana. Mwanga se enojó mucho por este reproche y promulgó la ley que prohibía la oración y condenaba a muerte al que rezara a Jesucristo. El propio José Mkasa fue la primera víctima: el 15 de noviembre de 1885, Mwanga se valió de un pretexto cualquiera para ordenar que fuera decapitado. Pero después de la ejecución pública, para asombro del caudillo, los cristianos, lejos de mostrarse atemorizados, continuaron con sus oraciones.
En mayo del año siguiente, la persecución se desencadenó con toda su furia, ordenando el rey Mwanga que los guardias fueran apostados en torno al palacio real, con instrucciones de no dejar escapar a ninguno de los cristianos. Fueron convocados los brujos y también los verdugos profesionales a prestar sus servicios. Mientras tanto, en un rincón del palacio y dentro del mayor secreto, un santo llamado Carlos Lwanga, que ocupaba el puesto de José Mkasa como jefe de los servidores, bautizó a cuatro de estos que eran catecúmenos. Entre ellos se hallaba san Kizito, de 13 años, a quien Lwanga había salvado a menudo de caer en los perversos designios del rey. Al otro día por la mañana, el rey hizo formar en fila a todos los servidores, y ordenó que los cristianos diesen dos pasos hacia adelante. Lwanga y Kizito, el mayor y el más pequeño, encabezaron con decisión al grupo de 15 muchachos, todos con menos de 25 años de edad, que confesaron su fe al desprenderse de la fila. Ahí mismo se unieron a ellos dos jóvenes, anteriormente detenidos, y dos soldados. El rey Mwanga se acercó a ellos y les preguntó si tenían la intención de seguir siendo cristianos. “¡Hasta la muerte!”, respondieron a coro. “¡Que se les dé pronto la muerte!”, dijo el rey despectivamente. (Continuará)

Sitio del P. Alvaro: “Nacer”, Niños y Adolescentes Adoradores de Cristo Eucaristía,http://infantesyjovenesadoradores.blogspot.com.ar

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