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Purísima y llena de gracia

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La Inmaculada Concepción de Nuestra Madre cumple un rol fundamental en el Adviento para abrirnos al misterio de la Navidad.

Desbordo de gozo con el Señor y me alegro con mi Dios; porque me ha vestido en un traje de gala y me ha envuelto en un manto de triunfo, como novia que se adorna con sus joyas”. Son palabras que la Liturgia pone en labios de Nuestra Señora en esta Solemnidad, y expresan el cumplimiento de la antigua profecía de Isaías. Todo cuanto de hermoso y bello se puede decir de una criatura, se lo cantamos hoy a nuestra Madre del Cielo. “Exulte hoy toda la creación y se estremezca de gozo la naturaleza. Alégrese el Cielo en las alturas y las nubes esparzan la justicia. Destilen los montes dulzura de miel y júbilo las colinas, porque el Señor ha tenido misericordia de su pueblo y nos ha suscitado un poderoso Salvador en la casa de David su siervo, es decir, en esta inmaculadísima y purísima Virgen, por quien llega la salud y la esperanza a los pueblos”, canta un antiguo Padre de la Iglesia.

Elegida para estar unida a El

La Trinidad Santa, queriendo salvar a la humanidad, determinó la elección de María para Madre del Hijo de Dios hecho Hombre. Más aún: quiso Dios que María fuera unida con un solo vínculo indisoluble, no sólo al nacimiento humano y terrenal del Verbo, sino también a toda la obra de la Redención que El llevaría a cabo. En el plan salvífico de Dios, María está siempre unida a Jesús, perfecto Dios y hombre perfecto, Mediador único y Redentor del género humano. “Fue predestinada desde toda la eternidad como Madre de Dios juntamente con la Encarnación del Verbo, por disposición de la Divina Providencia”. Por esta elección admirable y del todo singular, María, desde el primer instante de su ser natural, quedó asociada a su Hijo en la Redención de la humanidad. Ella es la mujer de la que nos habla el Génesis en la primera lectura de la Misa. Después de cometido el pecado de origen, dijo Dios a la serpiente: Pongo enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya. María es la nueva Eva, de la que nacerá un nuevo linaje, que es la Iglesia. En razón de esta elección, la Virgen Santísima recibió una plenitud de gracia mayor que la concedida a todos los ángeles y santos juntos, como correspondía a la Madre del Salvador. María está en un lugar singular y único entre Dios y los hombres. Ella es la que en la Iglesia ocupa después de Cristo el lugar más alto y el más cercano a nosotros; es el ejemplar acabado de la Iglesia, modelo de todas las virtudes, a la que hemos de mirar para tratar de ser mejores. Es tan grande su poder salvador y santificador que, por gracia de Cristo, cuanto más se difunde su devoción, más atrae a los creyentes hacia su Hijo y hacia el Padre. En Ella, purísima, resplandeciente, fijamos nuestros ojos, “como en la Estrella que nos guía por el cielo oscuro de las expectativas e incertidumbres humanas, particularmente en este día, cuando sobre el fondo de la liturgia del Adviento brilla esta solemnidad anual de tu Inmaculada Concepción y te contemplamos en la eterna economía divina como la Puerta abierta, a través de la cual debe venir el Redentor del mundo”.

¡Alégrate, llena de gracia!

Por una gracia del todo singular, y en atención a los méritos de Cristo, Santa María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original, desde el primer instante de su concepción. Dios “la amó con un amor tan por encima del amor a toda criatura, que vino a complacerse en Ella con singularísima benevolencia. Por esto, tan maravillosa-mente la colmó de la abundancia de todos sus dones celestiales, sacados del tesoro de su divinidad, muy por encima de todos los ángeles y santos, que Ella, absolutamente libre siempre de toda mancha de pecado, y toda hermosa y perfecta, manifestó tal plenitud de inocencia y santidad, que no se concibe en modo alguno mayor después de Dios ni nadie puede imaginar fuera de Dios”. Esta preservación del pecado en Nuestra Señora es, en primer lugar, plenitud de gracia del todo singular y cualificada; la gracia, en María -enseñan los teólogos-, se adelantó a la naturaleza. En Ella todo volvía a tener su sentido primitivo y la perfecta armonía querida por Dios. El don por el que careció de toda mancha le fue concedido a modo de preservación de algo que no se contrae. Fue exenta de todo pecado actual, no tuvo ninguna imperfección -ni moral, ni natural-, no tuvo inclinación alguna desordenada, ni pudo padecer verdaderas tentaciones internas; no tenía pasiones descontroladas; no sufrió los efectos de la concupiscencia. Jamás estuvo sujeta al diablo en cosa alguna.

“Oh María, Virgen Inmaculada,
puro cristal para mi corazón,
Tú eres el escudo y la defensa
para el corazón débil.
Oh María, Tú eres pura e incomparable, Virgen y Madre a la vez.
Tú eres bella como el sol,
sin mancha alguna, nada se puede
comparar con tu alma.” (D-161)

Reina y Madre del Adviento

La Redención alcanzó también a María y actuó en Ella, pues recibió todas las gracias en previsión de los méritos de Cristo. Dios preparó a la que iba a ser la Madre de su Hijo con todo su Amor infinito. “¿Cómo nos habríamos comportado, si hubiésemos podido escoger la madre nuestra?. Pienso que hubiésemos elegido a la que tenemos, llenándola de todas las gracias. Eso hizo Cristo: siendo Omnipotente, Sapientísimo y el mismo Amor (Deus caritas est, 1 Jn 4, 8), su poder realizó todo su querer”. Desde esta fiesta grande divisamos ya la proximidad de la Navidad. La Iglesia ha querido que ambas fiestas estén cercanas. “Del mismo modo que el primer brote verde señala la llegada de la primavera en un mundo helado y que parece muerto, así en un mundo manchado por el pecado y de gran desesperanza esa Concepción sin mancha anuncia la restauración de la inocencia del hombre. Así como el brote nos da una promesa cierta de la flor que de él saldrá, la Inmaculada Concepción nos da la promesa infalible del nacimiento virginal. Aún era invierno en todo el mundo que la rodeaba, excepto en el hogar tranquilo donde santa Ana dio a luz a una niña. La primavera había comenzado allí”. La nueva Vida se inició en Nuestra Madre en el mismo instante en que fue concebida sin mancha alguna y llena de gracia.

Eres toda hermosa, María

La Virgen Inmaculada será siempre el ideal que debemos imitar. Ella es modelo de santidad en la vida ordinaria, en lo corriente, sin llamar la atención, sabiendo pasar oculta. Para imitarla es necesario tratarla […]. Ya no la podemos dejar; sobre todo, porque Nuestra Madre no nos deja.
Aquella profecía que un día hiciera la Virgen, “Me llamarán bienaventurada todas las generaciones…”, la estamos cumpliendo ahora nosotros y se ha cumplido al pie de la letra a través de los siglos; poetas, intelectuales, artesanos, reyes y guerreros, hombres y mujeres de edad madura y niños que apenas han aprendido a hablar; en el campo, en la ciudad, en la cima de un monte, en las fábricas y en los caminos, en situaciones de dolor y de alegría, en momentos trascendentales (¡cuántos millones de cristianos han muerto con el dulce nombre de María en sus labios o en su pensamiento!), se ha invocado y se llama a Nuestra Señora todos los días. Millares de voces, en lenguas diversísimas, han cantado ala-banzas a la Madre de Dios o le han pedido calladamente que mire con misericordia a esos hijos suyos necesitados. Es un clamor inmenso el que sale de esta humanidad dolida hacia la Madre de Dios. Un clamor que atrae la misericordia del Señor […].

Designio del Espíritu Santo

Sin duda ha sido el Espíritu Santo quien ha enseñado, en todas las épocas, que es más fácil llegar al Corazón del Señor a través de María. Por eso, hemos de hacer el propó-sito de tratar siempre confiadamente a la Virgen, de caminar por ese atajo -la senda por donde se abrevia el camino para llegar antes a Cristo-: “conservad celosamente ese tierno y confiado amor a la Virgen. No lo dejéis nunca enfriar. Sed fieles a los ejercicios de piedad mariana tradicionales en la Iglesia: la oración del Angelus, el mes de María y, de modo muy especial, el Rosario”.
María, llena de gracia y de esplendor, la que es bendita entre todas las mujeres, es también nuestra Madre. Una manifestación de amor a Nuestra Señora es llevar una imagen suya en la cartera o en el bolso; es multiplicar discretamente sus retratos a nuestro alrededor, en nuestras habitaciones, en el coche, en el despacho o en el lugar de trabajo. Nos parecerá natural invocarla, aunque sea sin palabras.
Si cumplimos nuestro propósito de acudir con más frecuencia a Ella, desde el día de hoy, comprobaremos en nuestras vidas que “Nuestra Señora es descanso para los que trabajan, consuelo de los que lloran, medicina para los enfermos, puerto para los que maltrata la tempestad, perdón para los pecadores, dulce alivio de los tristes, socorro de los que rezan”.
Extracto de Hablar con Dios, de F.Fernández Carvajal (adaptación)

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