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Adoradores: «Vamos al sacrificio de Jesús (IX)»

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Oración sobre las ofrendas

En esta parte de la Misa llevamos al altar pan y vino porque estas son las ofrendas o dones, que damos a Dios, para que luego se conviertan en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesús.
Además del pan y del vino, podemos ofrecer a Dios otra cosa: nos podemos ofrecer nosotros mismos, con todo lo que somos, con todo lo que tenemos, y con todo lo que hacemos.
Para hacer esto, no es necesario que nos movamos de nuestros lugares: basta que hagamos una oración con el corazón diciéndole a Jesús: “Jesús, Vos te ofreciste como Víctima por mi salvación y para agradecerte por tu amor, yo también quiero subir a la Cruz con Vos, para ser una víctima junto con Vos y en muestra de lo que digo, te ofrezco lo que soy, lo que tengo y lo que hago, por medio del Corazón Inmaculado de tu Mamá, la Virgen”.
De esta manera, si hacemos esta oración –en silencio, desde lo más profundo del corazón-, cuando el sacerdote haga la oración sobre las ofrendas, estaremos también nosotros presentes, ofreciéndonos como el pan y el vino, a Jesús.

¿Dónde se ve que nos ofrecemos a Dios?

Cuando el sacerdote echa dos gotitas de agua en el vino: en el agua estamos representados nosotros, todos los hombres, con nuestra humanidad, y con todo lo que somos y tenemos; en el vino, está representado Jesús, que es Dios. Así como las gotitas de agua se mezclan con el vino, así nosotros queremos estar bien unidos al Corazón de Jesús, cuando El baje en la Cruz, sobre el altar.
Nuestra ofrenda espiritual de nosotros mismos está representada en el agua que el sacerdote echa en el altar: el agua somos nosotros, el vino es Jesús. Entonces, cuando el sacerdote presenta el pan y el vino ahí, en ese momento, tenemos que unirnos espiritualmente a Jesús, para subir con El a la Cruz. No nos ofrecemos para que “nos vaya bien” en nuestros asuntos, sino para ser víctimas, como Jesús, que es la Víctima Inocente, el Cordero de Dios, que muere en Cruz para expiar por los pecados del mundo y por la salvación de todos los hombres.
¿Y qué pasa cuando ya estamos espiritualmente ahí, en el altar? Todavía no estamos unidos a Jesús, porque el pan y el vino no son Jesús. Falta que venga el Espíritu Santo, como fuego invisible venido del cielo: cuando Él viene, en el momento en el que el sacerdote dice las palabras: “Esto es mi Cuerpo, esta es mi Sangre”, ahí el pan y el vino ya no son más pan y vino, porque son transformados en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesús. Y así también a nosotros, si nos unimos a Jesús en el altar, el Espíritu Santo, que es el fuego del Amor divino, incendiará nuestro corazones, encendiendo en ellos la Llama de Amor Vivo, Jesús.

Se convierten en ofrenda agradable a Dios

Ofrecemos todo lo que somos y tenemos y todo lo que hacemos –las tareas del hogar, las tareas de la escuela, las diversiones-, simbolizado en los granos de trigo, unidos en el pan. Y a todo lo que ofrecemos, nuestro ser, nuestra vida, nuestro estudio, le sucederá lo mismo que al pan y al vino en la consagración: serán quemados por el Fuego del Amor divino, y así como el pan de las ofrendas, luego de las palabras de la consagración, ya no será más pan común y corriente, material, sino el Pan de Vida eterna, el Cuerpo resucitado, espiritualizado y glorificado de Nuestro Señor Jesucristo, así también nuestro ser y nuestro trabajo, ya no serán más los mismos, sino que se convertirán en ofrenda agradable a Dios. Por eso, no podemos ofrecer a Dios un trabajo mal hecho –por ejemplo, el estudio hecho con pereza-, sino que debemos poner todo nuestro empeño en hacerlo lo más perfecto posible. Es para esto que nos ofrecemos junto con el pan y el vino.
Todos: Bendito seas por siempre, Señor.
El sacerdote se inclina, pronunciando una oración de humildad a Dios, antes del lavado de las manos: Acepta, nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde, que este sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia, Señor, Dios nuestro.
El sacerdote, después de ofrecer el pan y el vino, que se convertirán en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, dice una oración en secreto, pidiéndole a Dios Trino que acepte nuestro corazón “contrito” y “nuestro espíritu humilde”, para que “este sea hoy nuestro sacrificio”.
Quiere decir que, junto con el pan y el vino, le ofrecemos a Dios un sacrificio, nuestro corazón y nuestro espíritu, pero no se lo podemos ofrecer de cualquier manera.
El corazón “contrito” –la palabra quiere decir “triturado”-, quiere decir un corazón arrepentido de haber pecado, de haber obrado el mal, y está tan arrepentido, que está “triturado” por la pena y el dolor de haber ofendido a un Dios tan bueno y misericordioso. Solo este tipo de corazones se puede ofrecer a Dios, un corazón que se arrepiente de obrar el mal, porque el mal ofende a Dios, y que hace el propósito de nunca más volver a pecar, solo para no darle un disgusto a un Dios tan inmensamente bueno, pidiendo la gracia de morir antes de cometer un pecado mortal o un pecado venial deliberado.

Con humildad

El espíritu, para que sea aceptado por Dios, tiene que ser un espíritu “humilde”, y humilde es opuesto a soberbio, orgulloso. Un espíritu humilde es un espíritu paciente, bondadoso, respetuoso, amable, que perdona a quienes lo ofenden. Es el espíritu que verdaderamente vive el primer mandamiento, el más importante de todos: “Amar a Dios y al prójimo como a sí mismo”. Solo esta clase de espíritus se pueden ofrecer a Dios, porque El solo acepta los que son humildes, ya que son los que más se asemejan a Jesús, Hijo de Dios.
Por el contrario, un espíritu soberbio, orgulloso, rápido para enojarse, para contestar mal; un espíritu perezoso; un espíritu que dice malas palabras; un espíritu que no soporta que le corrijan sus errores; un espíritu que no perdona, que pelea, que guarda rencor; un espíritu que no quiere ayudar a quien lo necesita, es un espíritu que no se puede ofrecer a Dios, porque se parece mucho al espíritu del ángel caído, el demonio, que nunca más va a poder estar delante de Dios.
En esta parte de la Misa, ofrecemos a Dios estas dos cosas, el corazón contrito y el espíritu humilde, y las dos cosas forman nuestro pequeño sacrificio, que se une al Gran Sacrificio de Jesús en el altar.

Ahora el sacerdote se lava las manos

¿Por qué el sacerdote se lava las manos, si ya las tiene limpias? Porque así como el agua quita las manchas y suciedades que puedan tener las manos, así la gracia y la misericordia de Dios quitan las manchas y suciedades del alma del sacerdote (imperfecciones, pecados veniales, amor propio, faltas de amor, impaciencia, soberbia, orgullo, etc.). Esto es muy necesario para seguir con esta parte de la Misa: debemos continuar con las manos puras, pero sobre todo, con un corazón puro , y el corazón se purifica por la gracia y el amor.
Solo el sacerdote se lava las manos, pero también nosotros, que asistimos en la Santa Misa, podemos unirnos espiritualmente a la oración del sacerdote: “¡Señor, lávame totalmente de mi culpa y limpia mi pecado!”. El agua que lava las manos simboliza la gracia que purifica el alma dejándola preparada para recibir el Santísimo Sacramento del altar. Pero para el sacerdote tiene además otro significado: debido a que sus manos van a tocar el Cuerpo de Jesús, luego de la transubstanciación, deben mantenerse libres de toda mancha terrena , de toda impureza y de todo afecto impuro. ¿Cómo podría darle un disgusto a Jesús, haciéndolo bajar en manos sucias y con olor a cosas malas? El sacerdote se lava las manos para que el Cuerpo de Jesús en la Eucaristía no sea tocado con manos impuras. Además de estos significados, hay otro más en el gesto del lavado de manos, y para saber cuál es, debemos recordar la Pasión de Jesús, en el momento en el que Pilatos, acobardado ante los judíos que piden que Jesús sea crucificado diciendo: “¡No queremos que este reine sobre nosotros! (cfr. Lc 19, 11-27) ¡Crucifícalo!” (Lc 23, 21), se lava las manos para desentenderse de su muerte. En realidad, es un acto de cobardía, porque Jesús ya estaba muy malherido, muy golpeado, con mucha sangre que salía de sus heridas. Estaba indefenso y débil, afiebrado por toda la sangre que había perdido, cansado, agotado, con hambre y sed, muy dolorido, entristecido. No representaba un peligro para nadie; por el contrario, despertaba compasión verlo así tan golpeado y con tanto dolor. Y sin embargo, Pilatos se lava las manos, como diciendo: “Yo se los entrego, con tal que ustedes no me demanden al César, porque si ustedes me demandan, voy a perder el puesto de gobernador. Prefiero seguir siendo gobernador, y no me importa si para eso lo tienen que matar a Jesús, y tampoco me importa si es inocente. Yo me lavo las manos!”.
Al realizar este gesto el sacerdote, de lavarse las manos, que se afirme nuestro corazón en el amor de Cristo crucificado, pidiendo la gracia, al mismo tiempo, de morir antes que negarlo, y que resuene en nuestro corazón un potente grito: “¡Nunca como Pilatos!”. Y ya que nos hemos trasladado espiritualmente al momento en el que Pilatos niega a Jesús, recordemos que la multitud pide que la sangre de Jesús caiga sobre ellos: “¡Que su sangre caiga sobre nosotros!” (Mt 27, 25), porque también nosotros pedimos lo mismo, pero no en el sentido blasfemo y sacrílego de la multitud, sino como una súplica ardiente a Dios, porque no será el agua, sino la Sangre de Cristo, que será derramada en al altar de la cruz y recogida en el cáliz del altar, la que limpiará nuestros pecados y los pecados de los hombres. Entonces, en este momento, interiormente, podemos decir así: “¡Oh Jesús, Cordero bendito de Dios, que tu Sangre Preciosísima caiga sobre nuestras almas, les quite sus pecados y les conceda la vida y el Amor de tu Sagrado Corazón!”. (Continuará)
Sitio del p. Alvaro: “Nacer”, Niños y Adolescentes Adoradores de Cristo Eucaristía, http://infantesyjovenesadoradores.blogspot.com.ar

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