En la Encarnación, Dios ha asumido la condición humana de la manera más radical y profunda, haciéndose uno de tantos (Flp 2, 7), y al recibir dignamente la Eucaristía nos convertimos en Cristo mismo.
Habiéndose revelado Dios en la historia como amor y don total, que no parece saber otra cosa sino darse y amarnos, cuando contemplamos la Encarnación y la Eucaristía nos abismamos ante la mayor manifestación de la autodonación de Dios a la humanidad: “Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). Es clásica y bien conocida la expresión de san Ireneo que afirma que en la Encarnación “Dios se hizo hombre para que el hombre pudiera llegar a ser Dios”.
En perspectiva de cumplimiento, podemos afirmar con toda certeza que, efectivamente, en la Encarnación Dios ha asumido la condición humana de la manera más radical y profunda, haciéndose uno de tantos (Flp 2, 7), y que, al recibir dignamente la Eucaristía nos convertimos en Cristo mismo.
Desbordados por la magnitud del don
El hecho del don de Dios en su Hijo y de nuestra salvación y filiación divina en El, supera nuestra inteligencia y desborda nuestra capacidad de captarlo en todo su significado: “Siempre desbordará toda comprensión el hecho de que el Dios absoluto y superior a toda contradicción se digne descender al nivel de su criatura. Más aun: que la ame y hasta la honre con un amor tal que toma sobre si todas sus culpas, que muere por ella en medio del dolor, las tinieblas y el pavoroso abandono divino y que se prodiga, en estado de ‘víctima’, como comida y bebida del mundo entero”.
Por eso santa Teresa, que dada la calidad de su experiencia mística tiene una honda percepción del don que se nos ofrece, se abisma en la fe ante tal manifestación del amor misericordioso del Padre, y su única salida es pedirle a Dios que nunca se agoten sus misericordias a pesar de nuestra pequeñez e inconsciencia: “¡Oh, qué grandísima misericordia, y qué favor tan sin poderlo nosotros merecer! ¡Y que todo esto olvidemos los mortales! Acordaos Vos, Dios mío, de tanta miseria, y mirad nuestra flaqueza, pues de todo sois sabedor” (E 7, 1).
San Juan de la Cruz, por su parte, presenta la Encarnación en relación con el matrimonio espiritual, afirmando que “en este alto estado… con gran facilidad y frecuencia descubre el Esposo al alma sus maravillosos secretos como su fiel consorte, porque el verdadero y entero amor no sabe tener nada encubierto al que ama”. Así “comunícala principalmente dulces misterios de su Encarnación y los modos y maneras de la redención humana, que es una de las más altas obras de Dios, y asi es más sabrosa para el alma” (CB 23, 1).
Humildad de Dios en su entrega
En la experiencia de fe de todo creyente que percibe, así sea veladamente, la magnitud de este don de Dios en la Encarnación y en la Eucaristía, nos viene bien la consideración de los místicos que ven a Dios como el primer humilde y dechado de toda humildad. En efecto, para santa Teresa, Dios mismo es tan humilde en su amor al hombre que no solamente se hace uno de tantos y se humilla a si mismo hasta la muerte y muerte de cruz (Cf. Flp 2, 7-8;), sino que se queda con nosotros en la Eucaristía y, además, quiere desposarse espiritualmente con las almas. […]
Esta humildad con que Dios se nos entrega es, para san Juan de la Cruz, algo maravilloso y digno de “todo pavor y admiración”, que para engrandecernos se sujeta de tal manera a su criatura “como si él fuese su siervo y ella fuese su señor. Y está tan solícito en regalarnos “como si él fuese su esclavo y ella fuese su Dios”. Más aún. “Comunicase Dios en esta interior unión al alma con tantas veras de amor, que no hay afición de madre que con tanta ternura acaricie a su hijo, ni amor de hermano ni amistad de amigo que se le compare”. Por eso el santo exclama en el colmo de la admiración: “¡Tan profunda es la humildad y dulzura de Dios!” (CB 27, 1).
Relación Encarnación y Eucaristía
Encarnación y Eucaristía se relacionan y se exigen mutuamente. El don fundante, es la Encarnación. Para san Juan de la Cruz, “es el más principal de todos” (CB 23, 1). Sin la Encarnación no habría Eucaristía.
En la experiencia creyente, es claro que en la Encarnación, por obra del Espíritu Santo, el Verbo toma carne en el vientre de María. Y en la Eucaristía, por la acción del mismo Espíritu, se realiza la conversión (transubstanciación) de la sustancia del pan y del vino en la sustancia del Cuerpo y la Sangre del Señor. En el pan y en el vino está contenido Cristo en su totalidad, y se hace pan vivo, pan de vida y alimento. De modo que al comulgar “todo Cristo está en mí”. Renueva su entrega, muerte y resurrección para mí cada día. Por eso, san Cirilo de Jerusalén daba esta instrucción a los recién bautizados:
“No veas en el pan y en el vino meros y naturales elementos porque el Señor ha dicho expresamente que son su cuerpo y su sangre. La fe te lo asegura, aunque tus sentidos te sugieran otra cosa”.
“En la realidad misma, independientemente de nuestro espíritu, el pan y el vino han dejado de existir después de la consagración, de suerte que el Cuerpo y la Sangre adorables de Cristo Jesús son los que están realmente delante de nosotros”. Por lo tanto, en la experiencia de fe, es el mismo cuerpo y la misma sangre que tomó Cristo en el vientre de María; el mismo que fue crucificado y sepultado; el mismo que surgió glorioso de la tumba, el que se nos da en alimento en la Eucaristía. Se trata del mismo Jesús, que hecho hombre se ofreció a sí mismo en la cruz. Solo es diverso el modo de ofrecerse.
El “fiat” de María y el “amén” de quien comulga
Para san Juan Pablo II, “hay una analogía profunda entre el Fiat pronunciado por María a las palabras del Ángel y el amén que cada fiel pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor”. En efecto, cuando la Virgen con su Fiat ofreció su seno virginal para la Encarnación del Verbo de Dios, realizó como una anticipación profética de lo que sucede en el creyente cuando recibe el Cuerpo y la Sangre del Señor bajo las especies de pan y vino. María, creyendo en las palabras del ángel y aceptando lo que se le decía de parte de Dios (Lc 1, 36), concibió, por obra del Espíritu Santo, al Hijo de Dios.
En el don de la Eucaristía se nos pide creer que el mismo Jesús, el Hijo de la Virgen, se hace presente y se nos entrega en las especies de pan y vino. Y nosotros expresamos nuestra fe, recibiéndolo y respondiendo Amén, como manifestación en fe de que nosotros como María, también aceptamos cuanto se nos ofrece de parte de Dios.
Surge, entonces María, como la madre de nuestra fe, la que nos enseña el más puro y confiando abandono a la palabra de Dios, y la que siempre nos está enseñando a hacer todo lo que lo que él nos diga (Jn 2, 5). Y lo que nos está diciendo Jesús, cuando nos dice: “Haced esto en memoria mía” (Lc 22, 19) es que en la humildad de la Eucaristía, el pan que él nos da es “su carne para la vida del mundo” (Jn 6,54) y que si comemos su carne y bebemos su sangre permanecemos en él y él en nosotros. (Jn 6, 56)
En este contexto encuentra todo su sentido la conocida petición de la beata Isabel de la Trinidad al Espíritu Santo, expresada en la Elevación a la Santísima Trinidad: “¡Oh, Fuego devorador, Espíritu de Amor! ‘Ven a mí’ [Lc 1, 35] para que se produzca en mi alma una especie de Encarnación del Verbo: que yo sea para El una humanidad suplementaria en la que El pueda renovar todo su misterio”. En plena consonancia eucarística, Isabel propone a todos este ideal y se pone ella en primera fila: Concretamente ‘yo le he pedido que se instale en mí como Adorador, como Redentor y como Salvador’. Y bien sabemos que en el transcurso de su experiencia, esta petición no expresa solo un deseo, sino que es el testimonio de su progresiva y cada vez más radical entrega fiel a Cristo y a la Iglesia.
Santa Teresa: divino y humano junto
Entre asombro y asombro, en medio de una búsqueda que la llevó a ser ella misma alcanzada por Cristo, en un creciente trato de amistad con quien ha salido a su encuentro y sabe que la ama bien, toda la experiencia teresiana confluye en la sacratísima Humanidad de Cristo.
La sacratísima Humanidad es, para Teresa, la persona misma de Jesucristo en la totalidad de su misterio: el Verbo o Palabra que existía desde el principio (Jn 1, 1); el que se Hizo carne (Jn 1, 14); el Hijo de Dios (Mc 1, 1; 15, 39); el Hijo de la Virgen (Lc 2, 7); el Maestro y el Profeta compasivo, ungido con el Espíritu Santo y con poder, que pasó su vida haciendo el bien y liberando a todos los oprimidos por el Diablo porque Dios estaba con El (Hch 10, 38); El Crucificado (Jn 19, 18), Muerto (Jn 19, 30) y Resucitado (Lc 24, 6); el que está sentado a la derecha del Padre (Mc 16, 19), y vive para interceder siempre por nosotros (Hb 7, 25); el que permanece con nosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28, 20), de manera singular en la Eucaristía.
Cristo Jesús, divino y humano junto (6M 7, 9), es todo nuestro bien, por quien nos vienen todos los bienes (V 22, 7). En El Teresa ha recibido todo y, desde su experiencia, no quiere ningún bien “sino adquirido por quien nos vinieron todos los bienes” (6M 7, 15). Cristo, Hombre-Dios, es el bien absoluto del Padre, centro y meta de la mística, único camino y esencia de la vida cristiana.
La Eucaristía es el centro de todas las gracias místicas de santa Teresa.
Para ella, el misterio de la comunión eucarística es participación en la vida divina, abierta a la experiencia trinitaria. Percibe la comunión eucarística como la gracia de una unión consumada con el cuerpo de Cristo. Y esto significa tomar como propios los intereses de Cristo y participar decididamente en su misión y destino. Por eso, podemos decir, que para la santa, la Eucaristía es la fuente de su conversión, la luz y fuerza de su camino, en ella vive su proceso de transformación interior para que viva una vida nueva, no para si, sino para Aquel hecho hombre se entregó por nosotros. (Espiritualidad Carmelita/ P. Rómulo Cuartas Londoño, OCD/ Adaptación)