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Adoradores: «Señor, ¡ayúdame a no ser tibio!»

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Síntomas de la tibieza. Meditémoslo en
nuestra hora de adoración eucarística.

– Judas, te has vuelto tibio.
– ¿Tibio yo?
– Sí, te voy a explicar qué es la tibieza y por qué sigues malhumoradamente a Jesús y te fastidia tener que vivir como un Apóstol.

La pereza es un pecado capital; no, no me refiero al mero dejar las cosas para después. La pereza o acedia es una especie de tristeza, precisamente la tristeza sobre el bien divino del hombre. Te da tristeza el hecho de que Dios te haya elevado a algo grande. Es la tristitia saeculi, aquella tristeza del mundo de la cual dice San Pablo que «lleva a la muerte» (2 Co 7,10). Por eso Le tienes aversión constante y huyes de la luz de Dios, porque te ha elevado a un modo de ser superior, divino, y esto implica vivir de una determinada manera, menos cómoda con tus caprichos. Preferirías que Dios te hubiera dejado en paz, que no te hubiera llamado a ser santo.

Judas, estás renunciando tristemente, egoístamente, a tu vocación cristiana. Prefieres no ser santo, porque «nobleza obliga» a vivir como hijo de Dios.
Sí, has caído en la tibieza. Porque no haces oración, y cuando la haces no piensas más que en ti y en tus cosas, no en El y en sus cosas. Y has empezado a frecuentar ambientes que no te favorecen, y lo sabes. ¿Qué hacías de noche en aquel ambiente donde sabías que se ofendía a Jesús? Seguro que te han prometido la felicidad en la tierra si te apartas de El, si cometes un pecado.
– Yo no quiero cometer un pecado mortal. Yo voy a procurar apartarme de El, pero sin llegar a eso.
– No, no; si no quieres ir al infierno.
Pero también sabes que para ir al Cielo es preciso vivir como hijo de Dios.
– Mira, lo que voy a hacer es entregarle, porque ya he dicho que lo iba a hacer, y si no quedo mal; pero luego me voy a mi casa como si nada, como si no le hubiera conocido nunca…
– Sí, con un beso, guardando las apariencias, y por la espalda clavando el cuchillo. ¿Pero no te das cuenta a dónde puede llevar la doble vida? Claro, ya lo dijo Jesús, «El que no está conmigo, está contra mí» (Mt 12,30). No se puede estar a dos aguas. O sí o no. O frío o caliente. Pero tibio ¡no!
«Aún estaba hablando, cuando llegó Judas, uno de los doce, y con él una gran turba, armada de espadas y garrotes, enviada por los príncipes de los sacerdotes y los ancianos del pueblo. El que iba a entregarles les dio una señal […]. Al instante, acercándose a Jesús,
dijo: Salve, Rabbí. Y le besó.
Jesús le dijo: Amigo, ¿a qué has venido?» (Mt 26,47-50).
Judas se ha quedado boquiabierto.

Esas palabras le han desconcertado.
¡Amigo! ¡Es a uno de los pocos a quien Jesús llama amigo en los Evangelios! Jesús le quería mucho y confiaba en él: era el administrador del grupo, y entre los judíos ese encargo… Para Jesús, Judas era muy importante, le amó y le seguía amando, su llamada seguía en pie.
¿A qué has venido? ¿A qué viniste a la existencia sino para ser San Judas Iscariote y evangelizar el país que se te encargara? ¿A qué viniste a la Iglesia cuando te llamó por primera vez? A darte del todo. Jesús te prometió el Cielo, la felicidad si tú… creías en El como Señor y Dios tuyo y le amabas por encima de todo.

«Efectivamente, esta es la vocación: una propuesta, una invitación; más aún, un afán de llevar al Salvador al mundo de hoy que tanta necesidad tiene de El. Una negativa significaría no solo rechazar la palabra del Señor, sino también abandonar a muchos hermanos nuestros en el error, en el sin sentido o en la frustración de sus aspiraciones más secretas y más nobles, a las que no saben y no pueden dar respuesta por sí solos¨.
¿Para qué está el hombre en la tierra sino para amar y servir a Dios y a todos los hombres? ¿No estamos hechos para amar? ¿Qué sentido tiene estar en el mundo amándose a sí mismo sin Dios?
Amigo…, amigo… Nos lo dice Dios.
Dios que nos ha creado, que nos ha amado primero y nos llenó de dones. Y algunos no quieren su amistad, la amistad de Dios, por… unas malditas treinta monedas. Por el apego a su propio juicio, a su opinión, a un trozo de tierra, a un amor humano…; por su ansia equivocado de libertad. De pensar que los mandatos de Dios coartan su libertad.
¡Mi libertad!, podría decir Judas. ¿Libertad? ¿Tu? Tú, que te dejas comprar por treinta mil pesetas? No, Judas, la libertad es algo mucho más grande; es un don de Dios, precisamente para amar y ser fieles a Dios.

Se habían llevado a Jesús atado, los demás habían salido corriendo. Y allí estaba él, Judas, sólo en ese huerto de muerte dándose cuenta de que había traicionado lo más valioso de su vida, su sentido. Había jugado cartas muy fuertes pero no preveía el desenlace. ¡Van a matar a Jesús, y lo había hecho él! Y eso sí que era un pecado mortal. ¿Adónde ha llegado Judas? A lo más bajo.
Judas lo tenía muy difícil porque, precisamente había traicionado a Quien le podía salvar. ¿Cómo ir a Jesús si había sido él el culpable? No sabía, sin embargo, que era muy fácil obtener el perdón. El problema es que se estaba obcecando. Bastaba que hubiera dicho: «Jesús, perdóname» para que hubiera sido perdonado.
Pero eso tiene la falta de humildad, que no se es capaz de pedir perdón.
Todo tiene arreglo en esta vida. Pero esto tiene la dinámica del mal: la falta de sinceridad, de humildad, va borrando el propio camino de la humildad, de la salvación.
Judas se encuentra sin Jesús, sin Dios. Por no querer vivir como hijo de Dios, se imagina solo. Es muy peligroso seguirle el juego al diablo…

De Judas nunca más se supo. Su vida fue una vida estéril, sin fruto, que no ha servido para nada, ¡cuando estaba destinado a ser santo!
Lamentable biografía. Al menos que sirva de experiencia ajena para que los tibios espabilen y reaccionen.
Y que te ayude a ti a ser sabio y tu vida no tenga otro recuerdo que la inutilidad.
(Jesús Martínez García/ Allí estabas tú/ cfr. J. Pieper, Sobre la esperanza./ San Juan Pablo II, Audiencia 17-XII-1981)

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