Grandeza de nuestras cruces y de las persecuciones, para quienes tienen fe. El madero glorioso es la insignia de los fieles, de quienes están en el mundo pero no son de él.
Continúo transcribiendo textos de la Tradición cristiana sobre la cruz de Cristo y la de los cristianos. Meditando estos escritos, crezcamos en el conocimiento y en el amor de Cristo, y de Cristo crucificado; y reparemos por quienes hoy olvidan y falsifican el misterio de la Cruz.
San Justino (+163)
Samaritano, converso, filósofo, abre escuela en Roma, escribe dos Apologías en favor de los cristianos, y muere mártir. El nos da una descripción preciosa de la Misa en el siglo II: «El llamado día del sol [domingo: sunday todavía en inglés] se reúnen todos en un lugar»… «A nadie es lícito participar de la Eucaristía si no cree que son verdad las cosas que enseñamos [fe], y no se ha purificado en aquel baño que da la remisión de los pecados y la regeneración [bautismo], y no vive como Cristo nos enseñó [estado de gracia].» «Porque no tomamos estos alimentos como si fueran un pan común o una bebida ordinaria, sino que, así como Cristo nuestro salvador se hizo carne por la Palabra de Dios y tuvo carne y sangre a causa de nuestra salvación, de la misma manera hemos aprendido que el alimento sobre el que fue recitada la acción de gracias [la plegaria eucarística] que contiene las palabras de Jesús, y con que se alimenta y transforma nuestra sangre y nuestra carne, es precisamente la carne y la sangre de aquel mismo Jesús que se encarnó«. (I Apología en defensa de los cristianos 66-67: Liturgia de las Horas, domingo III Pascua).
Anónimo (s. II)
En esta homilía antigua predicada en la celebración anual de la Pascua cristiana, la pasión de Cristo y su resurrección gloriosa se contemplan como la causa permanente de la Santa Iglesia. «La pasión del Salvador es la salvación de la vida de los hombres. Para esto quiso el Señor morir por nosotros, para que creyendo en El, llegáramos a vivir eternamente. Quiso ser, por un tiempo, lo que somos nosotros, para que nosotros, participando de la eternidad prometida, viviéramos con El eternamente. Esta es la gracia de estos sagrados misterios, éste el don de la Pascua, éste el contenido de la fiesta anhelada durante todo el año, éste el comienzo de los bienes futuros.
«Ante nuestros ojos tenemos a los que acaban de nacer en el agua de la vida de la madre Iglesia: reengendrados en la sencillez de los niños, nos recrean con los balbuceos de su conciencia inocente. Presentes están también los padres y madres cristianos que acompañan a su numerosa prole, renovada por el sacramento de la fe. Destellan aquí, cual adornos de la profesión de fe que hemos escuchado, las llamas fulgurantes de los cirios de los recién bautizados, quienes, santificados por el sacramento del agua, reciben el alimento espiritual de la eucaristía». (Homilía pascual antigua: Liturgia de las Horas, miércoles Octava de Pascua).
San Cipriano (+258)
Pagano converso, obispo de Cartago, sostiene con sus cartas la fidelidad de los mártires, hasta que él mismo sufre el martirio. Cristo prolonga en los mártires su pasión personal, acompañándolos y sosteniéndolos. La gloria de la Cruz brilla no solo en Cristo, sino también en sus fieles. En estos textos se ve a Cipriano exultante de gozo, en medio de una de las más duras persecuciones que sufrió la Iglesia.
«Como sabéis, desde el comienzo del mundo las cosas han sido dispuestas de tal forma que la justicia sufre aquí una lucha con el siglo. Ya desde el mismo comienzo, el justo Abel fue asesinado, y a partir de él siguen el mismo camino los justos, los profetas y los apóstoles. El mismo Señor ha sido en Sí mismo el ejemplar para todos ellos, enseñando que ninguno puede llegar a su reino sino aquellos que sigan su mismo camino. ‘Quien se ama a sí mismo se pierde, quien se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna’ (Mt 16,24-25)» (Carta 6, 1-2).
«En la persecución se cierra el mundo, pero se abre el cielo. Amenaza el anticristo, pero protege Cristo. Se inflige la muerte, pero sigue la inmortalidad. ¡Qué gran dignidad y seguridad, salir contento de este mundo, salir glorioso en medio de la aflicción y la angustia, cerrar en un momento estos ojos con los que vemos a los hombre y al mundo, para volverlos a abrir en seguida y contemplar a Dios y a Cristo!… Se te arranca repentinamente de la tierra, para colocarte en el reino celestial» (Tratado a Fortunato cp. 13).
«¿Con qué alabanza podré ensalzaros, hermanos valerosísimos? Tolerasteis una durísima lucha hasta alcanzar la gloria, y no cedisteis ante los suplicios, sino que fueron más bien los suplicios quienes cedieron ante vosotros… ¡Qué espectáculo a los ojos del Señor, cuán grato en la presencia de Dios! Con qué alegría estuvo allí Cristo, de qué buena gana luchó y venció en aquellos siervos suyos, como protector de su fe, y dando a los que en El confiaban tanto cuanto cada uno confiaba en recibir. Estuvo presente en su combate, sostuvo, fortaleció, animó a los que combatían para defender el honor de su nombre… Dichosa Iglesia nuestra, a la que Dios se digna honrar con semejante esplendor, ilustre en nuestro tiempo por la sangre gloriosa de los mártires» (Carta 10, 2-3.5).
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Jesús, en Vos confío