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Santo abandono

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En qué consiste el amor de benevolencia de parte de Dios.

Dios nos ama con un espléndido amor de benevolencia y con un inefable amor infinito y eterno. El amor de benevolencia consiste en querer pura y exclusivamente el bien y mayor bienestar de la persona amada.
En Dios el amor de benevolencia es personal; ama a un individuo y ama a cada uno de nosotros como si fuéramos los únicos habitantes de este mundo; el amor de Dios es uno e infinito.

Las prendas del amor divino

Todos los atributos de Dios están a merced de su amor de benevolencia para con nosotros, para santificarnos en su amor y gracia, para comunicarnos eternamente su felicidad y su gloria, debido a que el amor quiere la unión, y la unión, fin y triunfo del amor, establece una comunidad de bienes y de vida. El amor no se halla feliz encerrado en su soledad.
Los sublimes atributos de Dios, que están a merced de su amor de benevolencia para con un alma, para con nosotros, son los siguientes:
La sabiduría divina, que escoge lo más conducente al bien y al estado actual de esa alma querida; la prudencia divina, que aplica esos medios de santificación; el poder divino, que nos ayuda, nos sostiene y nos defiende; la misericordia, que, cual una buena madre, está con el corazón en la mano, para perdonarnos, para levantarnos, ya que dos son los defectos del niño, o mejor dicho, dos son sus títulos a la misericordia: su debilidad y su ligereza, quisiera decir, su falta de buen seso y su presunción; la providencia divina que combina todos los acontecimientos del tiempo y todas las circunstancias en torno al alma querida, cual si fuera el centro del movimiento celeste y terrestre, para que todo le ayude en la consecución de su fin sobrenatural.

Por eso ha dispuesto que algunas criaturas nos hagan ejercitar y sufrir, para que nos acordemos de que nuestra vida es un destierro, tiempo de expiación, de amor crucificado con Jesús, nuestro bondadoso Salvador; otras nos sirven de guías por algún tiempo y luego desaparecen; Dios quiere reemplazar al arcángel San Rafael, a Moisés y a Josué; otras son para nosotros el espejo donde contemplamos al vivo nuestra miseria –al menos posible– en el mal y en las viciosas imperfecciones de Adán; hay algunas que son un código de vida perfecta, y otras, finalmente, que no son más que las pobres criaturas de Dios.

Dice la Imitación de Cristo: “No hay criatura, por más pequeña y miserable que parezca, que no refleje la bondad de Dios”.
Los mismos pecadores, ¿no son la prueba palpable de la bondad que Dios ejercita con ellos al favorecerlos, visitarlos, esperarlos y perdonarlos?

Todos los atributos de Dios están a merced de su amor de benevolencia para con nosotros, para santificarnos en su amor y gracia, para comunicarnos eternamente su felicidad y su gloria. La divina providencia no sólo dispone de las criaturas que nos han de ejercitar la virtud en el decurso de nuestra vida, sino que también determina, por su gran misericordia para con el alma, el estado del cuerpo, enfermo o sano, y tiene trazado el plan de cada día según el cual debamos glorificarle. Esta es la orden del día firmada por la divina providencia.
Los estados naturales del alma están asimismo regulados conforme a las gracias que concederá Dios y a las obras que nos va a exigir. Ora infundirá más vida al espíritu, ora al corazón y siempre a la voluntad, porque es ella la dueña de nosotros y la sierva de Dios. Los estados espirituales del alma son siempre el objeto de la dirección de la divina providencia, ya que constituyen ellos la condición indispensable de la santificación.

La ley del deber

De donde resulta la gran ley de la vida: Es menester caminar según la dirección dada por el soplo de la gracia, honrar a Dios en todos los estados naturales y sobrenaturales, servirse de todo cuanto encontramos en el camino de nuestra vida, ver esa santísima y amabilísima voluntad en derredor nuestro y en nosotros mismos, obrar bajo su dirección, consultar su inspiración, ofrecerle la primera intención en todo, rendirle homenaje en todas las circunstancias de la vida; conocerla en todos los lugares, y finalmente suponerla cuando no se la ve ni se la oye, ya que algunas veces nos la deja de manifestar para ejercitar la sumisión de nuestra fe y la generosidad de nuestro amor.

La conclusión es fácil. El mejor estado para glorificar a Dios es mi estado presente; la gracia más estimable, la del momento actual. La ley del deber es aquella que inspira y ejecuta el amor. Mediten la definición de la santidad dada por nuestro Señor en el discurso de la cena: “Amo a mi Padre, cumplo su voluntad y permanezco en su amor”.
Sí; permanezcan en el amor de Dios, mejor dicho, permanezcan en su bondad, porque querer morar en el amor sería a menudo causa de muchas tentaciones: ¿Amo? ¿Soy amado?

Moren, por tanto, en la bondad paternal y divina de Dios como un niño que nada sabe, que nada hace, que lo echa todo a perder; pero que, sin embargo, vive en esta dulce bondad.

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Jesús, en Vos confío

 

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