InicioServiciosAdoradores: "¿Qué es la misa? (XXXI)

Adoradores: «¿Qué es la misa? (XXXI)

Fecha:

124. Una vez depositados el cáliz y la patena sobre el altar, el sacerdote, con las manos juntas, dice: Llenos de alegría por ser hijos de Dios, digamos confiadamente la oración que Cristo nos enseñó.
Viene ahora la oración del Señor: el Padrenuestro.
La oración del Padrenuestro (cf. Mt 6, 7-15) es tal vez la oración más conocida en el cristianismo, ya que fue pronunciada por primera vez y enseñada por Jesucristo. Por este motivo, es la más difundida entre todas las oraciones cristianas. Sin embargo, no es esta la particularidad que la caracteriza, sino el hecho de ser una oración que se vive y que se hace viva y presente en la liturgia eucarística, porque sus frases se hacen realidad y se actualizan a lo largo de la santa misa.
Extiende las manos y, junto con el pueblo, continúa:

“Padre nuestro…”

Sin que lo advirtamos casi nunca, es Dios Padre quien se encuentra en el origen de la misa, porque es El quien, junto a su Hijo, envía sobre el altar al Espíritu Santo para que convierta el pan en el Cuerpo resucitado de Jesucristo. Además, por la Santa Misa hacemos realidad la frase: “Padre nuestro”, en el sentido de que nos apropiamos de Dios como nuestro Padre, porque el Hijo de Dios, vestido de una naturaleza humana por la Encarnación, se vuelve hermano de los hombres, y así, si antes de la Encarnación sólo El, el Verbo del Padre, era el Hijo de su corazón de Dios, ahora, por la encarnación, toda la humanidad, unida a Dios Hijo encarnado, es hija de Dios; todo hombre, unido a Cristo, es hijo “en el Hijo”. Al decir “Padre nuestro”, Jesús, Dios Hijo encarnado, expresa la nueva realidad de la humanidad, convertida en hija de Dios y reunida en torno al altar para ofrendar a Dios, Padre suyo, el sacrificio más agradable que pueda darse a Dios.

“Que estás en el Cielo”…

El “Cielo” de la oración del Padrenuestro no es este cielo terrestre ni tampoco un lugar ideal, abstracto, sin ser real. El “Cielo” es el estado de comunión interpersonal con las Personas de la Trinidad, y un anticipo de ese Cielo es el altar, donde entramos en comunión con el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo: la Presencia de Dios Hijo en la Eucaristía convierte al altar en una parte del Cielo, y como donde está el Hijo están el Padre y el Espíritu, es lícito decir, en vez de: “Padre nuestro que estás en el Cielo”, “Padre nuestro que estás en el altar, junto a tu Hijo y al Espíritu”.

“Santificado sea tu Nombre…”

El Nombre del Dios Uno y Trino es el único que merece ser santificado, honrado, alabado, glorificado, no por sus milagros, no por lo que da o por lo que hace, sino por lo que Es, Dios Trino infinitamente santo en su Trinidad de Personas, y el sacrificio del Hombre-Dios en la Cruz, que se hace presente en el altar eucarístico, es el modo más perfecto y sublime de santificar el nombre de Dios Trino. Por otra parte, debido a que la santificación del nombre de Dios, su alabanza y su glorificación, se dan de manera infinita en el Sagrado Corazón de Jesús, que se ofrece en el altar así como se ofreció en la cruz, por la Eucaristía somos asociados a la alabanza y glorificación de Dios al unirnos a Cristo en la comunión sacramental.

“Venga a nosotros tu Reino…”

Con la conversión del pan en el Cuerpo de Cristo, con la presencia de Cristo en Persona en medio nuestro como Pan de Vida eterna, viene no solo el Reino de Dios, sino algo mucho más grande que el Reino, el Rey en Persona, Jesús resucitado.
Además, si el Reino de Dios es vivir en el Espíritu y del Espíritu, es en el santo sacrificio del altar y por él por el cual el alma recibe al Espíritu de Dios, soplado por el Padre y por el Hijo.

“Hágase tu voluntad…”

La voluntad de Dios se realiza en cada misa: su Hijo muere en la Cruz del altar y se dona como Pan de Vida eterna, para donarnos el Espíritu Santo, que nos convierte en hijos de Dios. La voluntad de Dios Padre es enviar a su Hijo Unigénito a encarnarse en el seno de María Virgen para que el Hijo ofrezca su cuerpo donándose a sí mismo en el sacrificio de la Cruz y por esta oblación de su cuerpo y de su sangre, donar al Espíritu Santo. La voluntad del Padre se cumple en la santa misa, porque allí se renueva sacramentalmente el envío del Hijo por el Padre, al convertirse las substancias del pan y del vino, en el seno virgen de la Iglesia, en el Cuerpo y la Sangre del Salvador, y el don del Espíritu del Padre y del Hijo se consuma al ingresar el Hijo, Dador del Espíritu, en el alma por la comunión eucarística.

“Así en la Tierra como en el Cielo…”

Jesús en la Cruz une la Tierra y el Cielo; Jesús en la Cruz, clavada en la tierra, cumple la voluntad del Padre de conducir por ella a los hombres al Cielo, a la comunión con el Padre en el Espíritu. En la misa, la santa cruz se eleva desde la Tierra, en donde la Iglesia peregrina, hasta el Cielo, como si fuera un potente haz luminoso que se eleva a las alturas. Por la cruz plantada por la Iglesia, por el madero vertical, se cumple la voluntad del Padre ya en la Tierra, llevando a los hombres, por la unión con el Hijo, en el Espíritu Santo, al seno de Dios Padre. Por la Cruz, plantada en
el seno de la Iglesia militante, por el madero horizontal, los hombres, desde la Tierra, unidos al Sagrado Corazón, y por él unidos entre sí, adoran y alaban a la Trinidad augustísima en el Cielo.

“Danos hoy nuestro pan de cada día…”

Esta petición no sólo se refiere tanto a su acción providencial, que nos proporciona el pan material —el trabajo, el salario—, sino más bien al Pan de vida eterna, la Humanidad santa del Verbo de Dios en la Eucaristía. Es en la Santa Misa en donde los hijos de Dios reciben el Pan de Vida eterna, el Maná del Cielo, el “verdadero Pan bajado del Cielo” (cf. Jn 6, 35-40), enviado por Dios Padre, llovido sobre el altar por obra del Espíritu Santo, que alimenta al Nuevo Pueblo Elegido, la Iglesia Católica, en su peregrinar por el desierto del tiempo y de la historia humana hasta la Jerusalén celestial, así como los israelitas fueron alimentados con el maná del Cielo para llegar a la Tierra Prometida (cf. Ex 16, 4-21).

“Perdona nuestras ofensas…”

En la Misa, antes incluso de ser pronunciada esta parte de la oración en la que pedimos a Dios que nos perdone nuestros pecados, Dios se adelanta y, antes de que se lo pidamos, nos ofrece anticipadamente a su Hijo Jesús en el altar, como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Cristo, que renueva su sacrificio en el altar, derramando su sangre en cada misa como en el Calvario, es la garantía segurísima de que Dios nos perdona aún antes de que se lo pidamos, y aún más, con su Sangre derramada en el altar, que cae gota a gota en el cáliz, no solo limpia nuestros pecados, sino que nos concede el don del Espíritu Santo, que nos convierte en verdaderos hijos de Dios. Antes de comenzar siquiera a pedir perdón, la Presencia del Señor Jesús en la Eucaristía, ofreciéndose a Sí mismo en sacrificio expiatorio, es la prueba manifiesta del misericordioso amor del Padre, que no mira los pecados de los miembros de su Iglesia, sino el deseo de éstos de adorarlo por su infinita bondad.

“Como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden…”

La muerte sacrificial de Cristo en la Cruz y su renovación en el altar constituyen la muestra del amor misericordioso de Dios Trino, que nos perdonó siendo nosotros sus enemigos, y frente a esta muestra de amor, el cristiano no puede hacer otra cosa que lo mismo que hace Cristo en cada misa, en el altar: perdonar a sus enemigos. En otras palabras, al mismo tiempo que perdonarnos nos da no sólo el ejemplo de perdón a nuestro prójimo, muriendo por nosotros que éramos sus enemigos en la Cruz, sino que nos dona su Sagrado Corazón, que late con el Amor misericordioso de Dios Trino, en la Eucaristía, como fuente inagotable de amor divino con el cual poder perdonar a quienes nos ofenden, así como El nos perdonó desde la Cruz.

“Y no nos dejes caer en la tentación…”

La carne del Cordero Pascual, el Cuerpo de Jesús resucitado en la Eucaristía, no solo da fuerzas para no caer en la tentación, sino que concede el don divino de la vida de hijos de Dios, que hace que el alma viva la vida misma del Hombre-Dios, que es infinitamente más rica y elevada que el simple evitar la tentación. Con el don de su Cuerpo resucitado y de su Sangre que comunica el Espíritu, con el don de su alma inmaculada y de su divinidad omnipotente, el Hombre-Dios nos entrega, en el Pan del altar, además de las fuerzas necesarias para no caer en la tentación, el poder y la fuerza divinos para ser como Dios mismo. Al donarnos su Espíritu por medio de su Cuerpo y de su Sangre entregados sacramentalmente, Jesús no sólo nos fortalece para resistir la tentación, sino que nos concede la vida misma de Dios Uno y Trino, la vida nueva del Hijo en el Espíritu, que permite al alma obtener algo infinitamente más grande que el sólo vencer a la tentación: imitar al Hijo por medio del Espíritu.

“y líbranos del mal…”

La cruz del altar, que se hace presente por el poder del Espíritu, que con el extremo inferior de su leño vertical aplasta al Infierno para siempre, brilla en el altar con el divino esplendor del Hombre-Dios que pende de ella, y con la luz de Jesús no sólo ahuyenta al mal personificado, el demonio y el infierno, sino que concede al alma que la contempla la luz, la vida, la fuerza y la bondad divina del Hijo de Dios encarnado, lo cual es mucho más grande que sólo librar del mal. El Cordero de Dios, que se aparece en el altar, el Cordero inmolado en el fuego del Espíritu, que la Iglesia ofrece como don inmaculado y puro, de suave fragancia, comunica su bondad infinita a quienes comen de su Carne, ofrecida en el Banquete eucarístico. La fuerza de la cruz del altar, que se proyecta desde el Calvario hasta nuestros tiempos y hacia la eternidad, no solo ha vencido para siempre al demonio y al infierno, sino que nos eleva a la esfera de la vida íntima con Dios Trino, es decir que, además de librarnos del mal, nos introduce en el seno mismo del Ser divino, que es Bondad, Amor y Misericordia infinitos.

“Amén”.

El “amén” pronunciado por la Iglesia peregrina en el tiempo y en el espacio, en la historia humana, se une al “amén” eterno pronunciado por los ángeles y los santos en la adoración feliz del Cordero. La Iglesia, peregrina en el tiempo y en la historia, se suma, por medio de la santa misa, a la adoración eterna del Cordero que los ángeles y santos celebran en el Cielo. Sólo el sacerdote, con las manos extendidas, prosigue diciendo: “Líbranos de todos los males, Señor, y concédenos la paz en nuestros días, para que, ayudados por tu misericordia, vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda perturbación, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo”.

En nuestro estado de viadores, “esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo”. Ya vino por primera vez, en la humildad de la carne, naciendo como un Niño, sin dejar de ser Dios. Vendrá por Segunda Vez, en la Parusía, en la majestad de su gloria, para juzgar a toda la humanidad.
Pero quienes asistimos a la santa misa, quienes sabemos que ya ha venido y que ha de venir, somos espectadores de otra venida suya, intermedia entre ambas, que combina, por así decirlo, aspectos de ambas venidas: la humildad y la gloria, y es su venida eucarística: humilde, en la apariencia de pan, glorioso, con su Cuerpo resucitado.
Para esta parte de la misa, meditamos por lo tanto en la profecía de Jesús acerca de su Segunda Venida: “Vendrá el Hijo del hombre” (cfr. Mt 24, 42-51), para luego aplicarla a la Venida Eucarística: Jesús se refiere al Día del Juicio Final, al día último de la última historia humana. El Hijo del hombre vendrá al fin del tiempo, cuando converjan el espacio y el tiempo en un vértice, para desaparecer y dar paso a la eternidad divina. Ese día Jesús vendrá, no ya como el bondadoso y misericordioso Hijo de Dios, sino como Juez justo, que actuará con justicia divina, para dar a cada uno según sus obras.
Por esto mismo, y mientras esperamos su Segunda Venida en la gloria, exclamamos ansiosos y expectantes por su Venida Eucarística: “Maranathá, Ven Señor Jesús, Ven a nuestras almas por la Eucaristía”. (Continuará)
P. Alvaro Sanchez Rueda
Sitio del P. Alvaro: Agnus Dei

Habla al Mundo es un servicio de difusión de la Divina Misericordia que brinda espiritualidad, formación y capacita Apóstoles de la Divina Misericordia.

Para ser parte de esta obra evangelizadora, podés sumarte a nuestros grupos de WhatsApp/Telegram: www.linktr.ee/hablaalmundo

Jesús, en Vos confío

También puede interesarte

Adoradores: «¡Llevamos el Cielo!»

Al retirarnos del altar debemos ser tan felices como...

Adoradores: «¿Por qué está callado Jesús en la hostia?»

El gran porqué de ese misterio de silencio es,...

Milagros eucarísticos: La “Santa Duda de Ivorra”

De entre los diversos milagros eucarísticos producidos en España,...

Adoradores: «Señor, ¡ayúdame a no ser tibio!»

Síntomas de la tibieza. Meditémoslo en nuestra hora de adoración...

Últimas Publicaciones

Abrir chat
Hola 👋
¿En qué podemos ayudarte?