InicioServicios"Adoradores: ¿Qué es la misa? (XXXVIII) (Continuación)

«Adoradores: ¿Qué es la misa? (XXXVIII) (Continuación)

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Este es el Cuerpo de Cristo, ¿Qué quiere decir esta expresión? Usemos un ejemplo de la vida común, para luego aplicarlo a la Misa, al momento de la comunión: si vemos pasar a alguien por la calle, caminando, ¿qué expresión utilizamos para referirnos a esa persona? ¿Decimos: «Ahí va el cuerpo de Juan? ¿O más bien, decimos: «Ahí va Juan»? ¿Si vemos a esta persona que se nos acerca para saludarnos, decimos, «Aquí se acerca el cuerpo de Juan? ¿O decimos: «Aquí se acerca Juan»?
¿Qué pasaría si dijéramos «Aquí se acerca el cuerpo de Juan»? Estaríamos hablando mal, lo mismo si dijéramos: «Hola, cuerpo», en vez de «Hola, Juan». Si vemos bien que el que se acerca es Juan, podemos decir entonces: «Se acerca Juan», y no «Se acerca el cuerpo de Juan». Si vemos al cuerpo de Juan que se acerca, que viene a nosotros, eso quiere decir que viene la persona de Juan, no solamente su cuerpo, sino todo Juan, que está vivo y viene caminando a nuestro encuentro con su cuerpo. Quedaría: «Aquí viene Juan (con su cuerpo)». No podríamos usar la palabra «cuerpo» para referirnos a Juan. Pero podría pasar al revés, que usáramos la palabra «cuerpo» para referirnos a Juan si es que no vemos bien por falta de luz.
Por ejemplo, al atardecer, cuando ya no hay casi luz del sol, o por la noche, si vemos en las sombras una imagen, podría pasar que pensamos que es Juan, por la forma del cuerpo: «Por la forma del cuerpo, me parece que es Juan». Ahí usaríamos la palabra «cuerpo» para referirnos a Juan. Podríamos decir: «Por el cuerpo, me parece que es Juan». Podríamos decir: «Es Juan», aunque solo seamos capaces de reconocer su cuerpo.

¿Qué queremos decir cuando decimos «cuerpo» de Cristo?

Queremos decir estas dos cosas: como cuando vemos bien a plena luz del día y decimos: «Este es Juan», viendo el cuerpo de Juan, y así, al decir «Cuerpo» de Cristo, decimos: «Este es Cristo»; y como cuando no vemos bien, por la noche, cuando decimos: «Por la forma es el cuerpo de Juan», así queremos decir, cuando decimos «Cuerpo» de Cristo, «Por la fe sé que es el Cuerpo de Cristo».
Y tanto cuando decimos «Este es Juan», «Este es Cristo», o «Este es el cuerpo de Juan», «Este es el cuerpo de Cristo», en uno y en otro caso buscamos dirigirnos siempre a la persona. Por lo mismo, cuando decimos «Cuerpo de Cristo», es a la Persona de Cristo, el Hijo eterno del Padre a quien buscamos dirigirnos.
Entonces, cuando el sacerdote nos dice: «Cuerpo» de Cristo -y nosotros lo asentimos con nuestro «Amén»-, ya sea en la misa o en la procesión de Corpus, o cuando comulgamos, queremos decir «Cristo», vivo y resucitado, que camina hacia nosotros y
con nosotros; en definitiva, queremos decir que Cristo todo, toda la Persona divina de Cristo, la Segunda de la Santísima Trinidad, está en la Hostia.
Con otras palabras, pero con más claridad, lo dice el Santo Padre Benedicto XVI: «Lo que se nos entrega en la comunión no es un trozo de cuerpo, no es una cosa, sino Cristo mismo, el Resucitado, la persona que se nos comunica en su amor que ha pasado por la Cruz. Esto significa que comulgar es siempre una relación personal. No es un simple rito comunitario, que podemos despachar como cualquier otro asunto comunitario.
En el acto de comulgar, soy yo quien me presento ante el Señor, que se me comunica a mí. Por esta razón, la comunión sacramental ha de ser siempre, al mismo tiempo, comunión espiritual. Por esta razón, antes de la comunión, la liturgia pasa del «nosotros» litúrgico al «yo». En esos momentos soy yo quien es llamado en causa. Soy yo quien es invitado a salir fuera de mí mismo, a ir a su encuentro, a llamarlo».
Por último, al ir a recibir el Cuerpo de Cristo, el alma debe concentrarse absolutamente en el misterio de su Presencia eucarística, adorarlo en su Presencia sacramental, y dejar de lado toda otra consideración. De lo contrario, puede sucederle lo que le sucedió a una persona en el momento de comulgar, según se narra en la vida de la Beata Iveta de Huy, según narra San Leonardo de Porto Mauricio: «oyendo Misa esta santa el día de Navidad, Dios le hizo ver un asombroso espectáculo. Estaba a su lado una persona que parecía tener los ojos fijos en el altar, pero no era con objeto de prestar atención al Santo Sacrificio, o de adorar al Santísimo Sacramento que estaba a punto de recibir, sino que se entretenía en satisfacer una pasión impura que había concebido por uno de los cantores que se hallaba en el coro, y cuando se incorporó para recibir la comunión, la santa vio a una multitud de demonios saltando y bailando alrededor de esta mujer: unos le levantaban su vestido, otros le daban el brazo, y todos se regocijaban con su acto sacrílego, aplaudiéndola. Rodeada de estos demonios, fue a recibir la comunión, pero en el instante en el que el sacerdote depositaba la Sagrada Forma en su lengua, santa Iveta vio a Nuestro Señor volar al cielo, por no habitar en un alma que era guarida de espíritus impuros».

Como un carbón ardiente

Podemos también meditar en el pasaje de Isaías, en donde un ángel le purifica los labios con un carbón encendido, y lo podemos aplicar a nuestra comunión: «…vi al Señor sentado en un excelso trono y las franjas de sus vestidos llenaban el templo. Alrededor del solio estaban los serafines: cada uno de ellos tenía seis alas: con dos cubrían sus rostros, con dos cubrían los pies y con dos volaban. Y con voz esforzada cantaban a coros, diciendo: Santo, Santo, Santo es el Señor Dios de los ejércitos, llena está toda la tierra de su gloria (Num 14, 21; Ap 4, 8). Y se estremecieron los dinteles y los quicios de las puertas a las voces de los que cantaban, y se llenó de humo el templo. (…) Y voló hacia mí uno de los serafines, y en su mano tenía un carbón ardiente que con las tenazas había tomado de encima del altar. Y tocó con ella mi boca, y dijo: He aquí la brasa que ha tocado tus labios, y será quitada tu iniquidad, y tu pecado será expiado». (Is 6, 1-7). Un serafín de los que están ante la Presencia de Dios, toca los labios del profeta Isaías con un carbón ardiente que ha tomado del altar, y como consecuencia, le son quitadas la iniquidad y el pecado es expiado.
El carbón ardiente obra en el profeta lo que el fuego en el metal, en el oro: lo purifica. Así como el fuego purifica el oro, así el carbón, que ha sido encendido por el fuego, y por lo tanto tiene las propiedades del fuego, purifica al profeta, ya que le quita su iniquidad y su pecado.

¿Qué significado tiene este episodio?

¿Qué relación tiene este episodio -si es que lo tiene- con la Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo que celebramos hoy?
Tal vez podamos dilucidar algo recurriendo a los Padres de la Iglesia. Con la imagen del carbón incandescente, los Padres ilustran el ser de Cristo y su actividad. En Jesucristo, Hombre-Dios, la divinidad, el Verbo, es el fuego, y la humanidad, su cuerpo y su sangre, es el carbón, que al contacto con el fuego, se vuelve incandescente.
El Hombre-Dios Jesucristo, al ser el Verbo del Padre, encarnado, es Dios con su divinidad en un cuerpo humano, y la divinidad es fuego divino, espiritual, que arde sin consumir. Esta divinidad del Hombre-Dios es el fuego que debe penetrar en toda la raza humana, para iluminarla y sublimarla; y su humanidad, su cuerpo y su alma, es el carbón incandescente, en el cual arde el fuego y desde el cual se extiende a todo el linaje.
Así como el carbón por sí mismo no transmite el calor del fuego si no ha sido encendido, y cuando está encendido en el fuego se vuelve incandescente y al entrar en contacto con los cuerpos transmite el ardor del fuego, así la humanidad de Cristo, unida indisolublemente a la divinidad, está encendida en el fuego divino, y así es el carbón incandescente que comunica a los hombres el fuego de la divinidad. Y por eso Jesús en su humanidad, mediante su humanidad, en su Cuerpo y en su Sangre, es espíritu vivificante, que llena a los hombres de su espiritualidad divina, de su vida divina, del fuego divino.

El que se alimenta del Cuerpo de Cristo

El Cuerpo de Cristo, que está Presente en la Eucaristía, debido a que está unido a la Persona del Hijo de Dios, debido a que en el Cuerpo inhabita el Hijo de Dios y a que el Hijo de Dios es el Dueño de ese Cuerpo, vive con la vida de la divinidad, y de ahí la comunica, la transmite a quien lo incorpora como alimento. El que se alimenta del Cuerpo de Cristo, recibe toda la fuerza vivificadora, espiritualizadora, glorificadora, deificadora, de la divinidad que inhabita en Él; y como órgano de la divinidad, el Cuerpo de Cristo también él vivifica, espiritualiza, deifica quien entra en contacto con él, porque es portador de la divina fuerza de vida, de la luz divina y del divino fuego, y como tal nos alimenta en la Eucaristía.
El Cuerpo de Cristo en la Eucaristía es el carbón que se ha vuelto incandescente por estar en contacto con la llama misma del fuego del Espíritu Santo; es el carbón incandescente porque es portador del fuego del Espíritu Santo, y es el Espíritu Santo, que Él comunica a sus miembros, el que purifica y glorifica nuestros cuerpos y nuestras almas, envolviéndolas en las llamas del Amor de Dios. La Eucaristía, el Cuerpo y la Sangre de Cristo, es el carbón ardiente que el ángel de Dios coloca no en nuestros labios, sino en lo más profundo, en la raíz de nuestro ser y lo purifica y santifica, no con un fuego material, sino con la llama de la divinidad de Dios.
El profeta Isaías, por el contacto de sus labios con una brasa del altar que lleva el ángel con unas tenazas, es purificado de sus pecados y de su iniquidad, queda justificado delante de Dios. Sin embargo, no recibe el Cuerpo de Cristo, y tampoco su ser más íntimo es llenado por el Espíritu de Dios.
¿Qué debería suceder con nosotros, que somos purificados con algo infinitamente más noble y digno que una brasa santa, ya que lo que recibimos y purifica y santifica la raíz misma de nuestro ser es ese Carbón Incandescente que es el Cuerpo de Cristo inhabitado por el fuego del Espíritu? ¿Qué debería suceder con nosotros, que recibimos algo mucho más grande que la purificación de los labios, algo mucho más grande que el perdón de los pecados y de nuestras iniquidades, ya que al comulgar el Cuerpo de Cristo recibimos no un pedazo de pan que incorporamos al cuerpo, sino al mismo Hijo de Dios en Persona que se hace huésped del alma?
Como el incienso, que al contacto con el carbón incandescente desprende el perfume que sube hasta Dios, así nuestros cuerpos y nuestras almas, al contacto con ese Carbón Incandescente que es el Cuerpo y la Sangre de Cristo Eucaristía, deben desprender, como un incienso quemado, el buen olor de Cristo.
P. Álvaro S. Rueda: Agnus Dei,
http://adoremosalcordero.blogspot.com.ar

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