Nos dice el Misal Romano: “Cuando ha terminado de distribuir la Comunión, el sacerdote y los fieles, si se juzga oportuno, pueden orar un rato, recogidos” . Y pensamos que siempre “es oportuno” orar un rato, recogidos, tanto más, cuanto que lo que se acaba de recibir no es un pan bendecido, sino a Cristo, Hombre-Dios, que ha entrado en el alma para comunicarnos el Amor suyo, el de su Padre y el del Espíritu Santo, y esto no en un sentido metafórico, sino real, de modo tal que podemos decir que cada comunión es como un “Pentecostés en miniatura”, en donde se renueva el envío del Espíritu Santo, esta vez al alma, como lenguas de fuego. Por esto mismo, no debemos pensar que Pentecostés pasó y que nosotros en la Iglesia sólo recordamos el envío del Espíritu Santo.
El Corazón Eucarístico de Cristo renueva Pentecostés para el alma, no en forma metafórica, ni simbólica, sino real y substancial; recibimos la hipóstasis del Espíritu Santo, por eso rezamos en la oración de la post-comunión: “La comunión que acabamos de recibir, Señor, nos comunique el mismo ardor del Espíritu Santo…” . “La comunión que acabamos de recibir”…
Cada comunión eucarística es como un nuevo Pentecostés, en donde del Corazón Eucarístico de Cristo es espirado en un soplo de amor el Amor substancial del Padre y del Hijo, el fuego del Espíritu Santo, que busca incendiar al alma en el fuego santo del amor divino.
Meditación post-comunión
Y si la comunión implica un envío del Espíritu Santo al alma, también aquí, a modo de meditación post-comunión, podemos traer a la mente y al corazón el pasaje en donde Jesús envía al Espíritu Santo: “Recibid el Espíritu Santo” (cfr. Jn 20, 19-23), para aplicarlo a nuestra realidad de la comunión eucarística diaria: Jesús resucitado se aparece a sus discípulos y les dona el Espíritu Santo, el Don de dones, el Dador de dones, el fruto de su sacrificio en la cruz.
Inmediatamente después de recibir el Espíritu Santo, les confiere el don de perdonar los pecados, como parte del ministerio sacerdotal recibido en la Última Cena, participación de su propio sacerdocio.
Por este motivo, muchos relacionan el don del Espíritu Santo con el solo perdón de los pecados, como si Jesucristo hubiera muerto en cruz y resucitado para donar el Espíritu y para que por el Espíritu los hombres solamente recibieran el perdón de los pecados. El misterio pascual de Jesucristo queda así reducido al estrecho límite de perdonar los pecados; la vida cristiana sufre un reduccionismo impropio, al pensar que ser cristianos se limita entonces a evitar los pecados y a confesarlos cuando se los comete, o, en su vertiente positiva, a simplemente vivir las virtudes, más que como virtudes, como medio de evitar pecados. La vida cristiana queda así encerrada en límites extraños al querer de Jesucristo, que la empobrecen y la empequeñecen: ser cristianos es evitar el pecado, vivir la virtud, y confesarse cuando se ha pecado.
El don del Espíritu por parte de Jesús resucitado es algo inmensamente más grande que el hecho de tener la Iglesia, por medio del sacerdocio ministerial, el don de perdonar los pecados, que es ya en sí mismo, algo grande.
El don del Espíritu Santo implica, para la Iglesia y para los fieles que forman el cuerpo vivo de esa persona mística que es la Iglesia, algo que resulta incomprensible e inabarcable por parte de los seres humanos: implica el participar de la vida de Dios Trino; el don del Espíritu Santo implica que las Personas divinas, por medio del Espíritu, pueden inhabitar en el alma del cristiano en gracia, convirtiendo a cada alma en morada de la Trinidad y, aún más sorprendente, implica que el alma sea dueña de esas Personas, ya que esas Personas se donan al alma como algo propio, como algo de la propiedad personal de las personas humanas que las reciben en sus casas o almas, para gozar de ellas.
Habitantes del alma
El don del Espíritu supone una nueva creación, distinta a la primera, porque el alma, que había sido creada por Dios, y por lo tanto era propiedad suya, ahora, por el don del Espíritu, se convierte ella en propietaria de las Personas divinas, y esto por libre decisión de las mismas Personas divinas. Y se convierten entonces estas Personas divinas en habitantes del alma en gracia, que se encuentran como en su morada cuando el alma las recibe en gracia, y que se donan a sí, en sus Personas propias, al alma que las recibe.
El don del Espíritu implica participar de la vida del Hijo de Dios y, por medio suyo, de la vida de las Tres Divinas Personas, algo que supera infinitamente cualquier capacidad de razonamiento, de entendimiento y de merecimiento por parte del hombre; implica un misterio sobrenatural absoluto, frente al cual, el perdón de los pecados –requisito previo indispensable para que las Personas divinas hagan del alma que las recibe su propia morada-, si bien es algo grandioso y un alivio enorme para el alma pecadora, es nada, en comparación con la inhabitación trinitaria en el alma y el adueñamiento que el alma puede hacer de esas Personas.
“Recibid el Espíritu Santo”. El Don supremo de Jesucristo es el Espíritu Santo; este don del Espíritu es el fin sobrenatural último de su Pasión y Resurrección, don que se renueva en cada comunión. En cada comunión se repite, de manera real, este don del Espíritu por parte de Jesucristo, ya que Él, resucitado en la Eucaristía, lo sopla sobre el alma, junto con su Padre, provocando un invisible Pentecostés, en el cual el alma queda envuelta en las llamas del Amor divino.
Solo la absoluta sobrenaturalidad de este milagro, y la frialdad de corazón del católico al recibirlo, hace del soplo del Espíritu, recibido en la comunión, un Pentecostés olvidado.
“Recibid el Espíritu Santo”. No debemos creer que el don del Espíritu se limita a la facultad ministerial de perdonar los pecados, sino a hacernos partícipes del misterio pascual del Hombre-Dios; no debemos creer que el Espíritu, que descendió como lenguas de fuego en Pentecostés, lo hizo en ese momento y nada más, sino que el Espíritu desciende como fuego divino en el corazón humano cada vez que el cristiano recibe al Hombre-Dios, Dador del Espíritu junto al Padre.
Es una pena ver cómo muchos en el mundo, pero también en la Iglesia, se inclinan a los ídolos en busca de poder, de éxito, de fuerza, y no se dan cuenta que, siendo bautizados, son hijos adoptivos de Dios, y un hijo de Dios no necesita nada de lo que los ídolos y los demonios puedan dar, porque tiene lo más grande que hay en el universo, y es el ser hijo de Dios por la gracia. Y por la gracia, recibir la inhabitación de las Tres Divinas Personas, en cumplimiento de las palabras de Jesús: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23).
El Espíritu Santo diviniza y deifica a los hombres por medio de la gracia santificante: es la gracia santificante la que hace que el hombre participe de la naturaleza divina; es la gracia santificante, donada por el Espíritu Santo, la que hace que el hombre deje de ser una simple criatura, y pase a ser hijo adoptivo de Dios, por medio de la participación en la naturaleza divina. Jesús dice, citando el Salmo 82, que seremos “como dioses”, y no en un sentido figurativo, sino en un sentido real, y esta conversión del hombre común y corriente en algo más grande que un dios con minúsculas es posible por la acción de la gracia. En la otra vida, en la vida eterna, se cumplirá a la perfección esta condición de ser como dioses, pero ya en esta vida comenzamos a participar de la naturaleza y de la vida divina, por la gracia del Espíritu soplado en Pentecostés.
Es el Espíritu Santo quien, actuando en la raíz del ser y del alma, la convierte a esta, de una simple criatura creada a imagen y semejanza de Dios, en una imagen viviente del Hombre-Dios Jesucristo. Es el Espíritu Santo quien obra en los hombres la transformación que los lleva a su divinización: por el Espíritu Santo, el bautizado conoce y ama a Dios no como una simple criatura, sino que conoce y ama a Dios así como Dios se conoce y se ama a sí mismo. El Espíritu Santo concede al alma una vida nueva, una vida divina, una vida sobrenatural, que lo hace semejante a Dios; el Espíritu Santo unifica a los hombres en un solo cuerpo y en un solo espíritu, el Cuerpo y el Espíritu de Jesús, y hace que todos, formando un solo cuerpo y un solo espíritu con Cristo, sean uno en Cristo y Cristo sea en todos.
El Espíritu Santo, soplado en forma conjunta por Cristo, Hombre-Dios, y por Dios Padre, es quien obra los prodigios en las almas y también en la Iglesia, manifestándose en esta visiblemente, como lenguas de fuego, porque Él es en sí mismo fuego de Amor divino, que
abraza al alma con un ardor de amor incontenible. El Espíritu Santo es fuego, y así como el fuego penetra con su calor y con su luz al carbón, así el Espíritu Santo penetra con su fuego de amor el ser y el alma del bautizado, inflamándolo con un amor incontenible hacia Dios Uno y Trino.
En cada comunión eucarística, Cristo sopla el Espíritu Santo, provocando un pequeño Pentecostés personal para el alma. La comunión eucarística es como una manifestación del Espíritu, que con su fuego divino quiere encender al alma en el amor de Dios. Para esto comulgamos, para esto recibimos al Espíritu en la comunión: para amar a Dios y al prójimo.
139. Luego, de pie en el altar o en la sede, el sacerdote, vuelto hacia el pueblo, con las manos juntas, dice: Oremos. Y todos, junto con el sacerdote, oran en silencio durante unos momentos, a no ser que este silencio ya se haya hecho antes. Después el sacerdote, con las manos extendidas, dice la “Oración después de la Comunión”.
En nombre de todos, el sacerdote manifiesta el agradecimiento a Dios Padre por el don recibido. Con distintas palabras cada día, pide que los frutos de la Eucaristía sean eficaces y nos lleven a vivir siempre con Él en el Cielo .
La oración después de la comunión termina con la conclusión breve.
El pueblo, al terminar, aclama:
Amén.
(continua la próxima edición)
Sitio del P. Álvaro: Agnus Dei, http://adoremosalcordero.blogspot.com.ar
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Jesús, en Vos confío