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Adoradores: «Vamos al sacrificio de Jesús» (III) (Continuación)

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Pero en esta parte de la misa, una vez libres del pecado venial, queda aún la lucha interior contra las imperfecciones, las cuales debemos también erradicar, para participar, con el alma lo más cristalina posible, a los “sagrados misterios” que se desarrollan en el altar. Las imperfecciones –que pueden fácilmente convertirse en pecados veniales– son esas faltas –desidia o desinterés en la oración, resistencia egoísta a ayudar al prójimo, falta de esfuerzo para vencer nuestra irritabilidad o impaciencia, vanidad infantil en nuestro aspecto o apego excesivo a nuestros talentos, rencores, intemperancia, murmuraciones con ribetes de malicia-, que muestran que nuestro amor a Dios es todavía imperfecto , y que no hemos comprendido aún que el amor a Dios pasa por el amor que tengamos al prójimo, según el primer mandamiento: “Amar a Dios y al prójimo como a uno mismo”.

Caudal infinito de gracias

Pueden parecer poca cosa, pero estas imperfecciones son un verdadero obstáculo para el aprovechamiento de la comunión sacramental, ya que se comportan como tierra en el fondo de un vaso de cristal con el cual sacamos agua de un manantial de agua límpida: por más limpia que esté el agua, al contacto con la tierra, esta la enturbia, perdiendo su condición original cristalina. En otras palabras, las imperfecciones –desidia, impaciencia, enojos, egoísmo, etc.-, nos impiden recibir todo el caudal infinito de gracias que se nos comunica en cada comunión eucarística, y por eso debemos erradicarlas, y este momento de la misa es propicio para hacer este propósito.
Nuestra alma es finita, y por eso, por su propia naturaleza, no puede recibir las infinitas gracias que nos concede cada comunión eucarística, pero por el mismo motivo, debemos luchar para que nuestro vaso, más pequeño o más grande, es decir, nuestra alma, esté libre al momento de comulgar, para que pueda atrapar la mayor cantidad de agua cristalina, es decir, de gracias, que proporciona cada Eucaristía.
Una sola comunión podría convertirnos en los más grandes santos, e incluso hacernos morir de amor, para pasar a la feliz eternidad en el Cielo en el momento mismo de la comunión, como le sucedió a Imelda Lambertini, pero si no sólo no nos sucede eso, sino, por el contrario, vemos que comulgamos con frecuencia, pero no avanzamos en el camino de la santidad, es decir, del amor a Dios y al prójimo, entonces debemos revisar nuestra vida espiritual y la disposición de nuestro corazón en el momento de la comunión. Este acto penitencial se orienta a lograr este propósito.
Todos: Amén.

Invocaciones

Invocaciones: Señor, ten piedad
Esta parte de la misa se llama “Invocaciones”. ¿Qué quiere decir “invocar”? “Invocar”, viene de “vocación”, quiere decir “llamar” a alguien, como cuando un joven está llamado a la vida religiosa, se dice que ese joven tiene “vocación”, es decir, es “llamado” por Dios.
También se dice que invocamos o llamamos a alguien cuando, por ejemplo, estamos esperando y ya se está haciendo tarde. Cuando queremos llamar a alguien, lo “invocamos”, diciendo: “Juan, vení, te estamos esperando, necesitamos que nos ayudes”, o “María, apresúrate, porque se hace tarde”.
En esta parte de la misa “invocamos”, es decir, llamamos a alguien, pero ese alguien al que llamamos en misa, es alguien muy especial, porque no pertenece a este mundo, a la tierra: llamamos a Jesús, que es Dios, pero como Dios no habita en la tierra, sino en el Reino de los Cielos, el llamado es un poco especial.

¿Para qué llamamos a Cristo Dios?

Lo llamamos para que perdone nuestros pecados; para que se apiade de nosotros, que somos débiles e inclinados al mal, con una oración que se llama “Kyrie”, que traducido significa: “Señor, ten piedad”. Antes, en el tiempo de los reyes, se usaba el título Kyrios para nombrar al rey de los reyes, que es el emperador. “Señor”, en inglés, se dice “Sir”, y en francés “Sire”, pero en francés, cuando se usa para el rey, se traduce por “Majestad” [1]. La Iglesia lo usa para su Rey y Señor, Jesucristo, que es “Rey de reyes y Señor de señores”, como dice el Apocalipsis.
En el rezo de la misa cotidiana, los Kyries se cantan así:
Sacerdote: Señor, ten piedad.
Todos: Señor, ten piedad.
Sacerdote: Cristo, ten piedad.
Todos: Cristo, ten piedad.
Sacerdote: Señor, ten piedad.
Todos: Señor, ten piedad.
Llamamos a Dios para pedirle que perdone nuestros pecados y para lograr su perdón le ofrecemos las llagas, las heridas, los golpes de Jesús en la cruz, y así estamos seguros de que Dios nos perdonará, viendo cómo ha quedado Jesús, tan herido y golpeado por nuestros pecados; tan herido y tan golpeado, para salvarnos.
Rogamos a Cristo nuestro Señor, que se digne tomar en sus “sangrientas manos paternales”, en sus manos sagradas, que están crucificadas y bañadas en su sangre, nuestras oraciones y las presente ante la faz de nuestro Padre[2].
En esta parte de la misa somos como el ciego Bartimeo, que imploraba ser curado de su ceguera, gritando: “Señor, ten piedad de mí” (cfr. Mc 10, 47), o también como el padre de un niño poseído por el demonio: “¡Si algo puedes, ayúdanos, ten piedad de nosotros!” (Mc 9, 22). Somos como el ciego Bartimeo porque “Dios es luz” y cuando obramos el mal, vivimos en la oscuridad, y somos como el padre del niño endemoniado, porque sin la ayuda de Jesús, el Demonio, que es el “príncipe de este mundo”, nos domina y nos tiene bajo su poder. Jesús, que es Dios, tiene poder de perdonarnos nuestros pecados, de iluminarnos y de comunicarnos su bondad, y también de alejar al demonio de nuestras vidas, y para esto es que lo invocamos.

Nuestro Rey Jesucristo

Invocamos y saludamos a Cristo así como antes se invocaba y saludaba a los reyes, que entraban triunfantes después de la batalla, trayendo encadenados a sus enemigos, solo que en la Iglesia, el que vuelve triunfante de la batalla, es nuestro Rey Jesucristo, y la insignia victoriosa que enarbola es la cruz ensangrentada, y los enemigos vencidos y encadenados, a quienes Jesús los ha derrotado para siempre con su cruz, son la muerte, el pecado y el demonio con todo el infierno junto.
Otro significado que tenían los Kyries en la antigüedad, era el ser cantos con los que los antiguos saludaban al sol, cuando salía por la mañana. La Iglesia tomó esta costumbre pero para cantarle no al astro sol, al sol estrella de nuestro sistema planetario -hacer eso sería un grave pecado de idolatría-, sino a Jesucristo, uno de cuyos nombres es el de Verdadero Sol de justicia, “Sol que nace de lo alto” (cfr. Lc 1, 78): “Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto”. Jesús es como un sol, que viene a este mundo para “iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte” y para “guiar nuestros pasos por el camino de la paz”[3].
Jesucristo es la luz de Dios que ilumina a este mundo de tinieblas, que derrota para siempre a las tinieblas del Infierno, que da la vida eterna a quienes la reciben en la comunión; es el Sol de justicia, que irradia la luz divina, y se manifiesta en el tiempo sacramental de la Iglesia bajo apariencia de pan, y por todo esto lo saludamos con el Kyrie.
Por último, en la Edad Media, los Kyries eran nueve en honor a la Santísima Trinidad, y por eso es también para algunos es un himno trinitario:
en los tres primeros se honra al Padre,
en los tres segundos se honra al Hijo
y en los tres últimos se honra al Espíritu Santo[4]._______________
[1] Cfr. Schnitzler, ibidem.
[2] Cfr. Schnitzler, ibidem.
[3] Cfr. Liturgia de las Horas, Cántico de Laudes.
[4] Cfr. Schnitzler, ibidem.
(Continuará)
Sitio del P. Álvaro: NACER (Niños
y Adolescentes Adoradores de Cristo
Eucaristía), http://infantesyjovenesadoradores.blogspot.com.ar

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