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Adoradores: «Asemejarnos a El»

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En su forma eucarística, Jesús nos enseña a anonadarnos para asemejarnos a El.

«Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón.» (Mt. 11,29).                             En su forma eucarística, Jesús nos enseña a anonadarnos para asemejamos a El: la amistad exige la igualdad de vida y de condición; para vivir de la Eucaristía nos es indispensable anonadarnos con Jesús, que en ella se anonada. Entremos ahora en el alma de Jesús y en su Sagrado Corazón, y veamos qué sentimientos han animado y animan a este divino corazón en el Santísimo Sacramento. Nosotros pertenecemos a Jesús sacramentado. ¿No se da a nosotros para hacernos una misma cosa con El? Necesitamos que su espíritu informe nuestra vida, que sus lecciones sean escuchadas por nosotros, porque Jesús en la Eucaristía es nuestro maestro. El mismo desea enseñarnos a servirle para que lo hagamos a su gusto y según su voluntad, lo cual es muy justo, puesto que El es nuestro señor y nosotros sus servidores. Ahora bien: el espíritu de Jesús se revela en aquellas palabras: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón», y cuando los hijos del Zebedeo quieren incendiar una población rebelde a su Señor, Jesús les dice: «Ignoráis qué espíritu os impulsa»: Nescitis cujus spiritus estis (1). El espíritu de Jesús es de humildad y de mansedumbre, humildad y mansedumbre de corazón, es decir, humildad y mansedumbre aceptadas y amadas por imitar a Jesús. Nuestro Señor Jesucristo quiere formarnos en estas virtudes y para esto se halla en el Santísimo Sacramento y viene a nosotros. Quiere ser nuestro maestro y nuestro guía en estas virtudes: solo El puede enseñárnoslas y darnos la gracia necesaria para practicarlas. ¿Qué medios debemos emplear para llegar a la mansedumbre de Jesús? Es cosa fácil conocer la belleza, la bondad y, especialmente, la necesidad de una virtud como la mansedumbre; parar en este conocimiento sin pasar adelante es hacer como el enfermo que conoce su remedio, lo tiene a mano y no lo toma; o el viajero que, sentado cómodamente, se contenta con mirar el camino que tiene que andar. El mejor medio para llegar a la dulzura del corazón de Jesús es el amor de nuestro Señor; el amor tiende siempre a producir la identidad de vida entre aquellos que se aman.
El amor obrará este resultado por tres medios. El primero consiste en destruir el fuego incandescente de la cólera, de la impaciencia y de la violencia, haciendo la guerra al amor propio en las tres concupiscencias que se disputan nuestro corazón; si nos irritamos, es porque nuestra sensibilidad, nuestro orgullo o nuestro deseo de gloria y honras mundanas sufren la contrariedad de algún obstáculo; de aquí que combatir estas tres pasiones dominantes es atacar al enemigo de la mansedumbre. En segundo lugar hay que amar más la ocupación que se nos ofrece, ordenada por la providencia, que aquella que actualmente practicamos. Sucede muchas veces que nos irritamos, porque no nos es dado continuar libremente una ocupación que nos agrada más que la presentada por Dios. Entonces ha de dejarse todo para hacer la voluntad de Dios, y todo lo que nos ofrezca lo miraremos como lo mejor y como lo más agradable a nuestros ojos. Esta metamorfosis no puede operarse sino amando aquello que Dios pide de nosotros en ese momento, el cual cambia nuestras gracias y nuestras obligaciones para su gloria y nuestro mayor provecho; somos entonces como el criado que abandona a su señor vulgar para ponerse a servir en persona al soberano. ¡Cuán propio es este pensamiento para alentarnos y hacernos conservar la paz y la dulzura en medio de las vicisitudes de la vida! Pero entre todos, el medio mejor es tener continuamente delante de los ojos el ejemplo de nuestro Señor, sus deseos y complacencias; este medio es del todo bello, luminoso y agradable.
Para ser dulces, miremos al Dios de la Eucaristía; alimentémonos a aquel divino maná que contiene todo sabor; en la Comunión hagamos provisión de mansedumbre para todo el día: ¡tenemos tanta necesidad de ella!.
Ser dulce como Jesucristo, ser dulce por amor al Salvador: he aquí el objetivo de un alma que quiere tener el espíritu de Jesús. ¡Oh alma mía! Sé dulce con el prójimo que ejercita tu paciencia, como lo son contigo Dios, Jesús y la santísima Virgen; sé dulce para que el juez divino lo sea contigo, el cual te medirá con la misma medida con que tú hayas medido. Y si piensas en tus pecados, en lo que has merecido y mereces; al ver, ¡oh, pobre alma!, con qué bondad y dulzura, con qué paciencia y consideración te trata nuestro señor Jesucristo, no podrás menos de deshacerte en actos de humildad y dulzura para con el prójimo.
(San Pedro Julián Eymard, Obras Eucarísticas, Ed. Eucaristía, 4ª Ed., Madrid, 1963)

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