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Adoradores: «Nuestro centro es Jesús Sacramentado»

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¿La divina Eucaristía no es el Cielo en la tierra?

Cualquiera que obra fuera de El queda paralizado o, corre peligro de extraviarse poniendo su centro de vida en el amor propio o en el amor del mundo. La señal con que se conoce que un alma permanece en su centro la tiene dada el mismo Jesucristo al decir: “Vuestro corazón está donde vuestro tesoro” (Mt 6, 21).

Además de centro de acción el amor de Jesucristo es centro de piedad.
“Dios es caridad, dice san Juan, y el que mora en caridad mora en Dios y Dios en él” (1Jn 4, 16). Así que el amor es lazo de unión entre Dios y el hombre. Es lo que expresa nuestro Señor con las siguientes palabras de una manera todavía más admirable:
“El que me ama, guardará mi palabra; mi Padre le amará; iremos a él y en él estableceremos nuestra mansión” (Jn 14, 23). De suerte que toda la Santísima Trinidad viene a cohabitar con quien ama a Jesucristo. Es como nuevo cielo en que Dios se revela con toda la ternura de su corazón.
“El que me ama, dice el Salvador, será amado de mi Padre; al cual le amaré también manifestándome” (Jn 14, 21).
¿En qué consiste esta manifestación de Jesús?
En la manifestación de su verdad, de su bondad y de sus perfecciones adorables, que es a lo que se reduce el cenáculo del amor.

Jesús Sacramentado es nuestro centro

Pero ¿en qué forma, en qué estado de la vida de Jesús debemos poner nuestro centro? Tal es la cuestión vital.
No hay que poner este centro en un estado pasado de la vida de Jesús. Porque el amor no vive de lo pasado, sino de lo presente. Lo pasado es objeto de culto, de gratitud, de las virtudes; pero el corazón no para en esto.
La Magdalena no se contenta con ver a los ángeles y la tumba gloriosa de Jesús, sino que, como también los apóstoles, quiere ver a su Señor vivo.

El ángel de la resurrección reprendió a las piadosas mujeres que quedaban en el sepulcro: “¿Por qué buscáis entre los muertos a quien está vivo? Id y anunciad su resurrección a sus discípulos” (Lc 24, 5; Mt 38, 7).
Así, puede decirse también a las almas piadosas: ¿por qué pretendéis quedaros en el establo de Belén, en la casa de Nazaret o en el Calvario? Jesús ya no está allí. No hizo más que pasar por ahí.
Bien está que honréis su paso, bendigáis las virtudes en él practicadas por su amor; pero id más lejos, buscad a El mismo. La falta de muchas personas piadosas consiste cabalmente en pararse demasiado en los misterios pasados sin llegar hasta donde está presente ahora Jesucristo.

¿Y dónde está Jesucristo para que con El podamos vivir y morar? Pues está en el Cielo para los bienaventurados y en el Santísimo Sacramento para los viandantes.
Jesús dijo estas inefables palabras:
“El que come mi Cuerpo y bebe mi Sangre mora en mí y yo en él” (Jn 6, 57). Aquí tenemos, por lo tanto, el centro eucarístico del cristiano; la divina Eucaristía es su morada de amor.
Es centro divino y humano a un mismo tiempo, porque Jesucristo es ambas cosas; es centro vivo, actual, personal, siempre a nuestra mano.
¿Puede el hombre tener acá en la tierra un centro más santo ni más amable? ¿La divina Eucaristía no es Cielo en la tierra? He aquí que creo nuevos cielos y nueva tierra, dice el vencedor de la muerte y del infierno (Ap 21, 1).
He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres. Dios permanecerá con ellos.
El será su Dios y ellos serán su familia y su pueblo (cfr. Ap 21, 1-4). Por eso el alma no tiene que ir al Cielo en busca de Jesús, pues no es ése el lugar donde ahora debe buscársele. A donde tiene que ir es al Santísimo Sacramento.

El Santísimo Sacramento es en la tierra su único tesoro y su único placer

Ya que Jesús está en la Eucaristía personalmente por ella, toda su vida debe orientarse hacia el augusto sacramento como el imán hacia su centro.
Con la divina hostia el adorador se encuentra bien en todas partes. Ya no hay para él ni destierro, ni desierto, ni privación, ni desdicha, porque todo lo tiene en la Eucaristía. Para castigarle, hacerle desgraciado o hacerle morir de tristeza, sería necesario quitarle el sagrario. Entonces sí, entonces la vida no sería para él más que agonía prolongada; y todos los bienes y glorias de este mundo no tendrían para él otro valor que el de triste cadenas. Cual israelita cautivo a la vera del río de Babilonia, recordando su amada Sion, el discípulo de la Eucaristía no cesaría de llorar lágrimas amargas con el solo recuerdo del cenáculo.
Nada extraño, por tanto, que el primer cuidado del adorador al llegar a tierra extranjera sea buscar el palacio de su rey. Búscalo, pregunta por él en todas partes y cuando, finalmente, descubre a lo lejos la flecha lanzada al cielo reveladora de la mansión de Dios, su corazón salta de gozo como el de un hijo al ver el techo paterno no visto desde hace tiempo o como el de una esposa que divisa el buque que desde lejanas tierras le trae su esposo.
Y cuando el adorador franquea el atrio del templo santo, cuando ve la misteriosa lámpara que cual otra estrella de los Magos señala la presencia de Jesús, ¡oh, entonces con qué fe, con qué felicidad, con qué ímpetu amoroso se postra ante el sagrario! ¡Cómo salta su corazón todas las barreras, cómo pasa por entre las rejas de esta cárcel eucarística y desgarra los velos sacramentales y se arroja adorando a los pies del amado, de su dueño, de Jesús, hostia de amor! ¡Oh! cuán bien caen entonces al discípulo del amor aquellas palabras del Tabor: “¡Qué bien se está aquí, Señor!” (Mt 17, 4). Con el real profeta canta alegremente:
“¡Cuán amables son vuestros tabernáculos, Señor de los ejércitos! Mi alma desea, hasta desfallecer, los atrios del Señor. Mi corazón y mi carne se regocijaron en el Dios vivo. Porque en él halló el pájaro casa para sí y la tórtola nido donde poner sus polluelos: vuestros altares, Señor de las virtudes, Rey mío y Dios mío. Dichosos, Señor, los que habitan en vuestra casa; por siglos sin fin os alabarán. Porque vale más que mil un día pasado en vuestros atrios. Prefiero ser el último en la casa del Señor que habitar en los palacios de los pecadores…”
(Ps 83. San Pedro Julian Aymard/ Adaptación)

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