Algunos juzgan a la Coronilla de «dolorista», otros tratan de agregarle algo de la Resurrección. Solo en la verdadera comprensión de esta oración revelada podrán elevarse a una profunda visión y vivencia del misterio de Cristo.
Esta expresión de la oración de la Coronilla puede tener un significado y cometido muy profundo. También podemos pasarla por alto, pues su contenido es evidente y parecería no decir mucho más. Pero meditemos todo lo que esta expresión implica.
«Mira nuestra ofrenda»
En primer lugar exponemos o recordamos al Padre Eterno el tremendo, doloroso, sacrificio de su Hijo por nosotros, para que El se apiade de nosotros.
Le suplicamos al Padre que, por los méritos de tanto dolor, se digne derramar su misericordia ya que el mismo Cristo se lo pidió en la Cruz cuando moría: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34).
Le estamos suplicando que tanto dolor, tanta sangre no quede infecunda sino que se derrame copiosa sobre nosotros, que dé frutos de misericordia en nosotros y aquellos por quienes suplicamos. Por otro lado le estamos recordando el amor inmenso que el Hijo tiene por el Padre «haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2, 8); algo que ya meditamos en las palabras «tu Amadísimo Hijo», en artículos anteriores.
Cabe señalar que cuanto más obediente, cuanto más sacrificada sea la obediencia y la entrega, tanto mayor es la manifestación de amor del Hijo, y fue absoluta y extrema. Ya lo dijo el mismo Señor a santa Faustina: «Cuanto más amarás el sufrimiento tanto más puro será tu amor hacia Mí» (D-279), pues sacrificio es sinónimo de amor. Solo nos sacrificamos por lo que amamos, y solo amamos aquello por lo que nos sacrificamos. Además, el dolor es un misterio por el cual nos despojamos de nosotros mismos, de toda sombra de apego y pecado, y nos entregamos confiados a la voluntad de Dios (D-279). Por eso exclamará san Pablo que Cristo se despojó de su rango, o condición divina, haciéndose como esclavo y humillándose hasta la muerte de Cruz (Flp 2, 6-8). Este misterio solo será comprendido y magníficamente aprovechado por quienes no se comporten como enemigos de la Cruz. Ya el Señor le dijo a santa Faustina que para salvar las almas debía unir sus sufrimientos a los de su Pasión, y que el amor carnal nunca lo comprendería (D-324).
Mutuo acrecentamiento
La Pasión fue dolorosísima y no debemos olvidarlo. Cuanto más amor hay tanto más se sufre por la persona amada. Decir «dolorosa» es decir «amorosa».
, Cristo sufrió indeciblemente porque su amor por el Padre es infinito y al verlo ultrajado por nuestros pecados no podía soportarlo, hasta sudar sangre en Getsemaní. Si nosotros nos estremeceríamos ver maltratar, linchar a una persona que sabemos que es inocente, ¡cuánto más el Hijo viendo a su Padre no amado y ofendido gravemente por nuestros pecados! Al rezar «dolorosa» le recordamos al Padre que su Hijo lo ama.
Además, Jesús sufrió de un modo inexpresable por nosotros: viendo la herida del pecado, viéndonos ofensores del Padre, y viendo la condenación de muchos (despreciando su Amor y Misericordia) no pudo menos que agonizar interiormente. Así se lo manifestó a santa Faustina, ya glorioso:
«la pérdida de cada alma me sumerge en una tristeza mortal» (D-580, 1210, 1397).
Tanto nos ama que nuestro mal lo hace sufrir. El amor aumenta el dolor, y el dolor aumenta el amor. Insistamos, rezar la palabra «dolorosa» es recordarle al Padre cuánto Jesús nos ama, y cuánto El mismo, Dios Padre, nos ama pues envió a su Hijo para salvarnos, como propiciación por nuestros pecados (1Jn 4, 10).
El misterio del dolor es un bellísimo tema a afrontar en otra ocasión.
No por nuestros méritos
En segundo lugar reconocemos que somos salvados por su gran sacrificio, único precio
con el cual las almas pueden ser salvadas (D- 324, 531, 1032, 1459, 1512, 1612). Si bien todas las obras de Jesús, el Verbo hecho carne, son meritorias, el Señor no nos redimió de nuestros pecados con sus milagros y predicaciones sino haciéndose Cordero y pagando nuestro rescate. Su Pasión es lo que nos redime, su Resurrección es el triunfo sobre el pecado y la muerte y signo de que el Padre aceptó su ofrenda. Es un único misterio Pascual. Es increíble escuchar a muchos católicos que han hecho una contraposición Pasión-Resurrección.
Si hablamos de la Pasión somos pesimistas, si hablamos de la Resurrección somos optimistas… ¿acaso nosotros somos el centro, nosotros debemos quedar bien o mal ante los demás? No. Lo único importante es Cristo, y es uno solo, muerto y resucitado. Quienes se expresaran de aquella forma contraponiendo al mismo Cristo darían claras muestras de no conocerlo a El. Ya dijo san Pablo sobre su propia vida: «En cuanto a mí ¡Dios me libre gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo!» (Gal 6, 14).
Cargue su cruz
Rezar esta oración debería hacernos conscientes de que no podemos despreciar las cruces por dolorosas que sean, pues por ella fuimos salvados. ¿Cómo podríamos pedir una gracia por la Pasión de Cristo si al mismo tiempo nos quejamos de ella y la rechazamos considerándola una maldición?.
Siguiendo este razonamiento, se hace evidente que no conseguimos la misericordia de Dios por nuestra buena voluntad, por nuestros buenos sentimientos o deseos, por nuestra buena conducta (por nuestro curriculum vitae), sino por su dolorosa Pasión. Recibimos misericordia porque El nos amó primero y se entregó a la muerte por nosotros, esos son nuestros méritos y por ellos pedimos misericordia (1 Jn 4, 9-10).
Al repetir «dolorosa» es como decirle al Padre: «El pagó por todos y por todo tipo de pecado». A lo largo de su Pasión, desde Getsemaní, fue toda dolorosa, toda una reparación por cada pecado de cada hombre desde la Creación hasta el Fin del mundo.
Unica escuela del amor
En tercer lugar, recordar que su Pasión fue dolorosa debería encendernos de compasión hacia el mismo Cristo que tanto nos amó hasta llegar a eso. No podemos ser indiferentes pues estaríamos rezando una oración vacía, abstracta, que no nos interesa para nada.
Recitar «su dolorosa Pasión» y no importarnos que sea más o menos dolorosa, que siga sufriendo, es como despreciar esa dolorosísima pasión que estamos ofreciendo. Sería como decir: «te ofrezco esto pero no me importa que haya sido o siga siendo dolorosa», «no me importa el sufrimiento de tu Hijo, solo te lo ofrezco», o peor «te ofrezco algo que no aprecio, que no considero importante». Por eso clamará el Señor a través del salmo de su Pasión: «La afrenta me destroza el corazón y desfallezco. Espero compasión y no la hay, consoladores y no los encuentro» (Sal 68, 21).
La coronilla, bien rezada, debe recordarnos cuánto hemos costado al Señor y cuánto sufrió por nosotros, por amor.
Además, solo contemplando sus dolores, podremos condolernos con Cristo y al mismo tiempo, alegrarnos de su Resurrección. Lo uno implica lo otro. Tanta es nuestra alegría por su Resurrección cuanto fue nuestro dolor por su Pasión. Es incompleto, si no falseado, el sentimiento del que solo se duele por la Pasión y no se alegra por la Resurrección; o del que solo se alegra por la Resurrección pero poco le importa lo que Jesús padeció. Esta hermosísima realidad del amor a Cristo lo explicita admirablemente san Francisco de Sales en su «Tratado del amor de Dios» (Libro V, capítulo 5).
Reflexionemos
Quiero terminar con esta misma reflexión ya citada: Rezar «por su dolorosa Pasión» me interpela profundamente. ¿Seguiré siendo indiferente a Su dolor? ¿puedo ofrecer un dolor ajeno banalmente? ¿No debería brotar una infinita gratitud y confianza hacia Cristo? ¿No me obliga a corresponderle?
Pbro. Germán Saksonoff, C.O.
Miembro de la Academia Internacional
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Jesús, en Vos confío